jueves, 24 de julio de 2008

MIS RELATOS HOT

“VIEJITO PICARÓN”
…y otros cuentos “chanchitos” de
Lisy Le Trôle



UN BREVE PROLOGO

A continuación, se van a encontrar con una colección de cuentos altamente porno, surgidos un poco de experiencias reales; pero mucho más de mis fantasías sin freno…

Lisy, sin necesidad de travestirse (ni haberse operado) libera su expresión femenina y desata todo su instinto “de hembra” en el encuentro sexual y consigue hacer sentir a su hombre, el “macho más grande y satisfecho del mundo”. A veces ni las mismas mujeres biológicas que disponen de una concha y tetas lo saben hacer o lo quieren hacer… Lisy es feliz dando placer a los hombres y haciéndoles sentir “machotes totales”.


Estos cuentos fueron publicados en distintas páginas de Internet. Ahora los levanto a este blog.

Después me cuentan, ¿sí?… Que disfruten de los cuentos!

LISY


DEDICATORIA

Quiero dedicar estos relatos a todos aquellos HOMBRES con mayúscula a los que les gusta con locura el sexo y lo reconocen sin drama y, por lo tanto, lo disfrutan plenamente
sin atarse a prejuicios estúpidos ni a peloduces similares.
En otras palabras, van en honor de todos aquellos HOMBRES que no
“amarretean” la pija y la ponen a disposición de quien quiera disfrutarla
(tengas “concha” o no la tengas): que la usan mientras pueden
y que no la guardan para los “gusanos”; para aquéllos papuchos
que te la dan con gusto y placer,
porque gozan cogiendo y gozan viéndote disfrutarla.
En fin, van estos relatos para los papis que disfrutan cogiéndose un culito…
Por suerte, hay hombres así...!


CONTENIDO

VIEJITO PICARON

LO QUE ME GANÉ EN EL CASINO, O, LA PENDEJA Y EL VIEJO

DON BASILIO: MI VIEJO CHACARERO Y MEJOR AMANTE

RECUERDOS DE AQUELLA ESCUELITA RURAL (PARTE 2)

BLANCANIEVES TRANSGENERO

NOCHE DE LLUVIA, MICRO Y... ¡GARCHA!!

COGIENDO CON PAPA NOEL


PAROXISMO DE BESOS NEGROS EN MI COLITA AFEMINADA (leer relato)


VIEJITO PICARON

A las chicas no les gustan los viejos, a mí sí y mucho. Claro, no cualquier viejo; pero sí esos “abuelos” cachondos y que conservan desde la juventud una buena poronga.
Tal el caso de don Francisco, casi 70 años, jubilado de la policía, vecino mío de la otra cuadra. Enorme, gordo, movimientos pesados de gorila semental, un gran redondel de calvicie en la coronilla, anteojos gruesos y cuadrados, cara con mejillas de moflete y una mirada de viejo manso; pero a no equivocarse, es una careta, cuando pinta la cosa su mirada se vuelve pícara a más no poder.
Ahora que está jubilado hace changuitas de electricidad, plomería, parches de albañilería, etc., etc.
Desde que me establecí en el pueblo y alquilé la pieza, noté que cuando pasaba frente a su casa, él se detenía a observarme. Me seguía con los ojos. Suele andar sin camisa y con unos pantalones cortos que le marcan un señor bulto.
Me mirará escandalizado, primero pensé, la gente de antes vivía distinto y no sabía o no quería saber de ciertas cosas, metía la cabeza en la arena como el avestruz y se aislaba en normas y costumbres re hipócritas, pero “buenas costumbres”. Entonces: esto “antes no había”, esto otro en mi tiempo “jamás pasaba”. Cómo no. Por ahí era uno de esos evangélicos reprimidos que abundan tanto por aquí y me saldría gritando: “sodomita pecador”.
Después reflexioné: si le escandalizara yo, no me saludaría con esa cortesía, en todo caso para evitar la situación del saludo bien podría alejarse al verme pasar o bien darse vuelta, mirar para otro lado, qué sé yo... Era algo distinto: se quedaba como pensativo el viejo...
Yo soy de lo peor: le miraba con disimulo el bulto y suspiraba ¡qué porongaza y que huevos tendrás papuchón! Eran imaginaciones mías, a ver si en realidad el bultazo era una brutal hernia inguinal o fijáte si en serio la tenía grande pero ni se le paraba ya. Con Viagra no tiene gracia, por ahí se nos muere el viejo en plena garcha.
Pero tenía ese viejito un no sé qué de virilidad que muy pocos hombres tienen. No sé, la forma cómo se para, bien de macho, esa gorra varonil, esos brazos y pecho de gorila, peludos y fuertes...
Tengo en mi “buhardilla” (así llamo a mi departamentito quizá porque queda en una planta alta y es una dependencia solitaria) un vidrio trincado con una esquina astillada por el cual seguro me va a entrar el chiflete de frío en el invierno. Por ahora lo cubro con cinta de embalar trasparente, pero este recurso no da para más, además queda tan feo un vidrio así todo cachuzo.
Pensé en don Francisco. En la primera salida lo vi y le pregunté:
—Don Francisco, ¿usted trabaja también cambiando vidrios, hablo del vidrio de una ventana?
—Sí, como no, no hay problema.
—Tendría que sacarle la medida del vidrio y traérsela ¿no?...
—Si querés voy y tomo las medidas yo, eso parece una pavada pero si no se to-man bien una vez que mande a cortar el vidrio y no queda bien ya no se puede volver para atrás.
—¿Entonces no tiene problema de venir?
—No. Cuando vos quieras.
—¿Puede ser esta tardecita cuando vuelva de la escuela?
—Como no. Te veo pasar y al rato me voy a tu casa.
Don Francisco parecía contento con mi pedido.
—Ah, ¿y cuánto más o menos me saldría todo el trabajo?
—Y habría que ver... este... yo... yo veo bien esta tarde y te digo; pero no va a ser tampoco mucho. Ya vamos a ver.
Y esa tarde vino puntual don Francisco. Desprendía una fragancia de recién bañado. El bultazo como nunca levantaba su pantalón de género liviano y de color gris perla. El “tobul” tenía forma de cuña, y se movía y producía movimientos pendulares muy excitantes bajo la tela.
Don Francisco estaba distinto, me miraba fijamente, es como que dudaba, como que buscaba el momento, no sé, esa fue la impresión que me dio.
Tenía abierta la camisa y abajo llevaba una camiseta. Pensé qué masculina esa ropa de los hombres de antes, qué lástima que ahora no se usa o se usa muy poco. Un hombre en camiseta me produce esas cosquillitas que preceden al deseo.
Miró el vidrio, tomó las medidas y me dijo:
—Tengo en mi taller un vidrio ya cortado, justo, justo de este tamaño. Si no te molesta voy, lo busco, vuelvo y te lo coloco. Yo creo que usó un tono distinto, muy a propósito cuando dijo “y te lo coloco”. O por ahí fue una traición de mi imaginación calenturienta.
Yo pensé, “ojalá me colocaras todo entero ese pedazo de verga que tenés”. En-seguida me retracté: “por favor, no puedo ser tan puto, es una persona de edad mer-ce respeto, me estoy zarpando feo, freno, stop”.
—En media hora estoy de vuelta. —Anunció don Francisco.
—Perfecto, entre tanto me pego una duchita rápida y me saco de encima este calor que hizo toda la tarde.
Me juego que algo le pasó cuando dije eso de refrescarme, el calor, etc., porque le temblaron los mofletes y se quedó en suspenso con los ojos fijos a los míos, hasta que reaccionó y dio media vuelta para salir.
Volvió como anunciara, en media hora. Yo me había puesto una remerita flojita y sin mangas y unos pantaloncitos ajustaditos que me marcaban la cola de un modo especial. Me quedan especialmente bien, siempre me miro en el espejo grande y no dejo de sorprenderme: un pan dulce “exquisito”. Reconozco que tengo una cola muy chachi. Si en la vida fuera al revés, en vez de la cara, mostrar la cola, yo saldría ga-nando.
Lo de los pantaloncitos fue adrede. Era una provocación gratuita, pero algo tenía que hacer, se sentía en el aire que había onda.
Don Francisco se estremeció y se le notó en la cara la impresión. Desde antes que regresara puse una música muy especial, como si tal cosa.
El viejo parecía calmado. Se puso manos a la obra y me hizo el trabajo en un periquete.
—¿Puedo pasar al baño a lavarme las manos?
—Ah, sí, como no, pase nomás.
Me sentí mal, con vergüenza por mi comportamiento tan de mariquita lasciva. Era un hombre grande, qué metida de pata mi actitud. ¿Habré hecho el ridículo? Seguro, qué pensará de mí ¿Y si se dio cuenta de que lo estuve provocando? Ay, no, ojalá que no se haya dado cuenta.
Se escuchó el ruido de la descarga de agua del inodoro. Dos segundos después salió don Francisco abrochándose la bragueta y ¡acomodándose delante de mí el bultaje! ¡Ay, madre santa! ¡Lo hacía a propósito, sin disimulo, se tocaba más allá de lo lógico y me miraba! ¡Habré puesta una cara!
—El depósito de tu baño tiene una falla, no calza bien la bocha de cierre, y pier-de agua...
—Ah, sí. Siempre tengo que ajustarle con la mano cuando descargo el depósito, sino no para más de chorrear…
—Es muy fácil de arreglar. Le pongo un peso sobre la bocha de cierre y proble-ma terminado. Esperá, en mi caja de herramientas tengo algo que nos puede servir, la ajusto y te olvidás de las pérdidas.
Fue hasta su caja, la llevó hasta el baño e hizo en tres minutos la reparación, probó una vez y otra y me dijo (yo lo miraba desde la puerta):
—Listo, arreglado.
—¡Uhh, buenísimo! inclúyame esto al cobro por el cambio del vidrio.
Me miró socarrón.
—¿Y que te voy cobrar? Dejá...
Terminó de decir eso y se le cayó de la mano un tornillo de la tapa del depósito:
—¡Qué cagada! —expresó.
¡Dijo “cagada”!, me sorprendió. Jamás hubiera supuesto que Don Francisco era de usar ese vocabulario tan libre. Y siguió:
—Para colmo se cayó justo en ese rincón, mi brazo y mano son muy grandes pa-ra meterla en ese recoveco. Por ahí vení vos que tenés manos más chicas y la alcanzás.
El no se corrió de su sitio, tuve que ubicarme delante de él. Observé que el reco-veco no era tan chico como dijo, pero no iría a deschavarlo, encima que no me quería cobrar no tener esa mínima deferencia, por otro lado un hombre mayor agacharse cuando yo bien podía, en fin...
Me incliné para alcanzar el bendito tornillo. Cuando lo tomé sentí una manaza cálida que incrustaba sus gruesos dedos justo en la raya de mi cola. Me quedé de una pieza y no me moví ni hice ningún otro gesto, como si no hubiera logrado alcanzar el tornillo o no hubiera sentido su manotazo. Lo dejé hacer. La mano acarició con toda calma la zanja de abajo hacia arriba y los dedazos empezaron a palpar, buscando la apertura de mi argollita con circulitos y empujoncitos deliciosos. Me estremecí porque esos dedos gruesos y rústicos de hombre de trabajo eran magníficos en la caricia. Esos circulitos y esa presión buscona hicieron que se me aflojaran todos los músculos.
Lentamente me incorporé y me di vuelta. Don Francisco estaba serio y sostenía con una mano su pene erecto y pelado totalmente. Era una poronga de sueño: bastante larga, no demasiado, pulposa y su cabezota de un color profundo, tirando al morado. Estaba congestionada de deseo y latía en saltitos de segundero de reloj.
Ese color bordó profundo, ese brillo de su bálano que se había auto lubricado con la erección, me enloquecieron de golpe. Me lancé a comérmela. ¡Mmmm! ¡Qué rica, qué placentero sentirla! Le di unos chupones suaves, recorrí con la lengua toda la circunferencia de ese bálano tan distinto, pulposito y calentito. Don Francisco me empezó a acariciar los cabellos, le escuchaba: ahogaba unos profundos gemidos de placer. Sentí que aquella pija crecía, se expandía dentro de mi boca y me la llenaba. Quise más, con la boca ocupada, abrí con ambas manos la bragueta y saqué con delicia esos huevazos de mama mía. Una vez me dijeron “los viejos desarrollan buenas bolas. Así que si te gustan los huevos grandes, buscate un viejo”. Parecen bol-sas con balas de cañón: pesadas, colgantes, bamboleantes. ¡Esas son bolas, oh, sí!
Un buen rato se la chupeteé y entonces él me levantó hacia su cara, me besó muy profundo en la boca, metiéndome la lengua y succionándome los labios como una sopapa. ¡Sabía besar el abuelo y cómo!
—No sabés qué ganas te tenía desde hace tiempo —me dijo— Ese culito que tenés, te lo voy a llenar de pija. Hace mucho que no me cojo un culito, por acá es difícil conseguir uno como el tuyo, fresco y durito. Ya vas a ver, te voy a coger como nadie y te la voy a dar hasta que llorés de placer, te voy a llenar el culito de leche hasta que reboce ¿querés?
—¡Ay, sí, papito!
¡Oh, lalá, esas palabras eran como si me hubieran sumergido en agua caliente! Evidentemente, el abuelito sabía y de abuelito solo la edad y la pinta. Tenía una fuerza de ogro, como que me levantó con sus brazos como una grúa y me llevó así contra su cuerpo y con la poronga entre mis muslos hasta la cama. Me dejó sobre la colcha y me dijo que le dejara libre la cola mientras él se quitaba la ropa. Se quitó la camisa, la camiseta, el pantalón. Los calzoncillos. Y yo sentía que se me nublaba la vista de deseo...
Lo veía desnudarse con urgencia. Entretanto yo me bajaba, fiel a mi estilo, los shorts solo lo necesario para que tuviera la colita a su disposición. El no quería más que eso, por suerte.
Me pidió que me acostara atravesando la cama. Lo hice. Me tomó por las cade-ras y me atrajo hasta el borde. ¿Me la clavaría así? No, fue mi sorpresa mayor: me abrió las piernas, las levantó y solo vi que sus ojos relampaguearon de deseo miran-dome la cola abierta en canal. Su cara se encendió: creo que explotó de excitación cuando comprobó que no tenía ni un solo pelito, era una colita lampiña de bebé la mía, bien depiladita como la mantenía.
Se lanzó como un sediento al manantial o como un halcón hambriento a la presa y cuando quise darme cuenta sentí el cálido y suave rozar de su lengua una y otra vez, de abajo hacia arriba, de arriba hacia abajo; luego sentí que se hundía y a con-tinuación el “chmac-chmac” de sus labios regalándome besitos en esa zona tan sen-sible. Después los besitos fueron besos de succión que me comían con delicia la rosquita. Juro que de haber adivinado su intención, le hubiera dicho que no por el espantoso pudor que me ataba hasta ese día.
Fue para mí un choque de placer indescriptible el roce en círculos de su lengua, sus suaves succiones, sus murmullos de goce y sus lameteos, enterrada su cara entre mis nalgas. Era un chico goloso que hundía la cara en la cacerola para lametear los restos de mermelada del fondo. Yo me estremecía en sacudidas de espasmo, me retorcía de placer. Eran choques eléctricos, repeluznos que me recorrían de pies a cabeza parecidos a los que se siente cuando un auto en marcha de golpe ba-ja una rampa pronunciada.
El hacía todo por su cuenta y lo disfrutaba locamente, para entonces mi pudor se había exiliado quien sabe en qué rincón de mis prejuicios.
Cuando se sacó el gusto, de golpe se mandó otra proeza. ¡Tendría que haberlo grabado en video! Se levantó un poco hasta que su miembro estuvo a la altura de mi hoyito excitado. Sin tomarlo siquiera con la mano para dirigir la penetración, me fue introduciendo suave, suave, ese “morcillote” morado hasta hacer tope con la maraña negra de su pubis. Me lo bombeó un poco y de golpe, así toda metida como la tenía, me levantó, yo me enanqué afirmándome con mis piernas cruzadas sobre su espalda más arriba de su cintura y me aferré con manos y brazos a su cuello grueso y tenso, mientras él me abrazaba fuertemente.
De tal forma y de pie, empezó a dármela y a dármela con golpes ascendentes, de abajo hacia arriba, como si estuviera jugando al balero con mi rosquita, ensartándomela y gimiendo guturalmente de loca delectación. Las ganas se le desataban cada vez más, el juego le dejaba fuera de sí de excitación. Parecía enajenado, en-tonces parecía descargarse devorándome la boca con esos besos de sopapa y de lengua.
Eso duró un buen rato, después me depositó en la cama y la siguió sin siquiera sacarla un rato para cambiar de posición.
—Mi mujer nunca quiso hacer esto, así que te agradezco la disposición —me dijo en ese momento todo agitado por el tremendo esfuerzo. —qué buen culo tenés la gran puta estoy a punto de explotar me van a reventar los huevos.
Después empezó a intensificar los gemidos y a decirme:
—Ya estoy llegando, ya estoy llegando, la mierda, no aguanto más...
Y los gemidos se volvieron ronquidos de oso y los jadeos de agonía. Y el abuelo, por quien nadie daba un cobre, se mandó un polvo de antología. Su eyaculación fue intensa y prolongada sorprendentemente, los bombazos de desgarga habrán pasado de los diez, los sentí a cada uno como regueros calientes. ¡Increíble ni en mucha-chos de veinte años!
Ya sosegado y desnudo en la cama me miró con verdadera gratitud, y lo que me dijo, juro que me conmovió.
—Gracias, che, tengo sesenta y ocho años y te juro que nunca nadie me dio la oportunidad de hacerlo así. Nadie, creéme, y ahora de viejo menos que menos, ya perdí las esperanzas si de joven no se dio. Cómo son las cosas ¿eh?
Y me pasó la mano por los cabellos de la frente y me acarició la mejilla de un modo realmente paternal.
—¿Y a vos te gustó? No te quedaste con ganas espero.
—No, claro que no, mejor imposible, don Francisco, la pasé tan bien que todavía no reacciono, estoy aún como en una nube de algodón.
—Entonces te gustó mi pija ¿eh?
—Muchísimo.
—Y a mí tu cola, la pucha que me hizo gozar y acabar como nunca, me dejaste sin una gota de leche.
—Siento que me reboza la rosquita como me dijo Ud. ¿me espera un ratito? Voy al baño y dejo que se me baje...
—Dale nomás.
Me senté en el inodoro por unos minutos y dejé fluir el semen viscoso que se colaba con paciencia como un hilo interminable de mi interior profundo. Tenía el esfínter muy dilatado de tal modo que no se cerraba, por lo tanto, no tenía ni siquiera que hacer fuerza para expulsar el contenido de la inyección de “pijarolato” (antigua ex-presión que suele usar una vieja marica, amiga mía) que me había dado don Francisco.
Se me ocurrió poner mi mano como un cuenco y recoger en ella el semen para comprobar su cantidad. Juro que al cabo de un rato empezó a desbordar, ahuequé aún más la mano para que no se escapara. Finalmente observé lo recogido: era un hermoso semen blanco traslúcido ni muy fluido ni muy solido. ¡Colmó la palma ahue-cada de mi mano! ¡Extraordinario! ¡Qué semental casi a los setenta este don Francisco! Con pena lo volqué de la mano al interior del inodoro. Me hubiera gustado conservarlo dentro de mis entrañas. En serio me dio pena echar ese excelente semen a la cloaca así, ¡qué desperdicio! Si tuviera útero me hubiera dejado embarazar por ese hombre.
No lo tenía, por supuesto, pero podía gozar igualmente de este machazo y brindarle enorme placer, como él mismo lo reconoció. ¿O acaso no dijo que con nadie pudo hacerlo de ese modo y con esa naturalidad? ¿Acaso no halagó mi colita? No necesitaba yo, pues, tener una concha para hacer disfrutar a un hombre.
Volví a don Francisco (quien me esperaba en la cama) y me arrojé a sus brazos, era un tipo cálido y paternal, no de los que te garchan y apenas acaban se van como si nada o te dicen que te dejés de joder, si empezar a hacerle mimos y arrumaquitos.
Me miró con dulzura de abuelo bonachón y me dijo:
—¿Vas a querés repetir esto mismo otro día?
—¿Hace falta que le conteste? —le respondí feliz, tocando el cielo con las ma-nos.
Don Francisco me mimó con caricias como un abuelo patriarcal, quise llorar no sé por qué. Había gozado como no lo había esperado y todo eso se repetiría. Era todo tan perfecto que realmente pensaba que se trataba de un sueño bonito, bonito…!
—¿Te hacés unos amargos?
—¡Ay, claro que sí, con el mayor gusto! —y salté de la cama con un gozo tan excesivo que hasta dolía. El se levantó satisfecho de su desempeño de semental y se dirigió al baño a lavarse.
Yo volaba de plenitud, mientras ponía al fuego la pava para el mate. Era demasiado fantástico para ser cierto, como digo, se me antojaba un sueño.
Pero no era ningún sueño. Una o dos veces por semana don Francisco viene a “arreglarme” algo. 
Lisy Le Trôle

comentarios a: lisy55@yahoo.com.ar



LO QUE ME GANÉ EN EL CASINO, O, LA PENDEJA Y EL VIEJO

En la calle soy una especie de farol, un cartel de neón animado y de vivísimos colores que pareciera llevar anexada una flecha destellante y un altavoz que vocife-ra: “Miren ahí, miren ahí, miren ahí un tremendo putito, qué horror, qué horror..!!!”
Sin ser travesti, así, al natural, se evidencian mis “condiciones” ultra afeminadas. Y llamar la atención significa en mi caso, bancarme algún que otro comentario malin-tencionado, aunque en los últimos años son más los buenos chiflidos y los comenta-rios cachondos que recibo de parte de los “muchachos”.
Pero hasta la contrapartida menos feliz de las murmuraciones venenosas, de al-guna risita de burla puede derivar en “alegrías” como esta que les voy a contar.
El otro día, al anochecer, me fui a tomar un helado. Había bastante gente. Era viernes.
Y no podía ser de otra manera: un buen puñado los ojos me caló de entrada y casi el mismo número de cabezas giró siguiendo mi marcha al interior de la heladería y de vuelta a sentarme en una mesita de la acera. Me dispuse a saborear el cucuru-cho pedido.
En ese momento me puse a pensar con qué color podía darle más vida y buena onda a las paredes del departamentito que había alquilado hacía apenas un mes. Por fin podía tener mi “nidito” propio desde que me vine al pueblo. Me abstraje en mis pensamientos sin siquiera reparar en la gente, hasta que pasó lo que pasó...
La próxima mesa la tenía un poco enfrente y hacia la derecha, más hacia la calle. La ocupaba una pendeja de unos quince o dieciséis años, petisa y gallineta. Preten-día hacerse la “super fashion”, ropa ajustada, top de lycra turquesa fosforescente y unos rollos de grasa que desbordaban de los jeans. Daba la sensación de que sus pantalones estallarían en cualquier momento bajo la presión de las espantosas bol-sas de celulitis que la “nena linda”. Más parecían bolsas de arena pegadas a sus muslos. Sí, más exactamente no se la podría describir: se creía la “nena linda”. En-cima de celulítica, mal teñida con un rubio irreal que le dejaba esas sus gruesas crenchas todas florecidas, como si llevara un pelucón de hilo sisal.
Estaba acompañada por un señor cincuentón largo. Grandote, un poquito calvo, pancita prominente, brazos y pecho con un vello abundantísimo y enrulado. El señor, se notaba a la legua no era el padre de la señorita ni un tío...
Todo esto lo observé después del desagradable incidente que se dio así. La risa de puta barata, de golpe se repitió más filosa y la sentí de frente. Giré la cabeza. La pendeja me estaba mirando pero ahí nomás dio vuelta la cara y como que se “aho-gó” de risa. Ella se creía “toda una reina” (se ve que no le alcanza para un espejo, en fin, vuelvo al tema). Ella estaba segura de su “encanto” y del papucho que la festeja-ba, por eso se permitió aquella prepotencia conmigo, lo cual demostró su ordinariez y pocas luces.
—¡Qué pedazo de trolo, dejáme de joder! —anunció como para que toda la con-currencia la oyera y me escrachara. Carcajeó como una gallineta escandalizada y se volvió bruscamente a mirarme por medio segundo, mirar al señor, agregar algo más entre dientes antes de volver a “sofocarse” de risa.
Punto, me dije. Esto es el colmo, que me humille semejante puta barata.
El viejo sonrió y me miró. Por supuesto, desvié mis ojos hacia cualquier otro lado, como si lloviera en la China. Una vez más, opté por hacer que ni me había enterado, o que me resbalaba. Indiferencia total.
Pero no podía evitar echar vistazos archi discretos a la mesa, principalmente al señor tan, no sé, tan varonil, tan papuchote. Me imaginé que debía de tener unos testículos como de toro, de esos que cuelgan grandes y pesados. Y debía de tener una super poronga de esas que me gustan: no muy larga, pero sí gruesa, carnosa, cabezona redonda. Y me corrió un latigazo de electricidad por todo el cuerpo. ¡Uy, sí, papito, así debía de tenerla, cómo me la comería! Qué bronca, pensar que esa pen-deja hija de puta, vulgar callejera, se la comería y no yo. Suspiré hondo y traté de no pensar en ese papuchote maduro y seguramente tan bien equipado.
Elegantemente terminé mi helado y, lentamente, me fui, sin mirar y mariconean-do más que nunca para que se atosiguen en sus prejuicios los prejuiciosos. Ya me imagino las miradas, risas, comentarios... gentuza.
El pueblo no es tan chico, pero tampoco una metrópoli, que no conozca a la pen-deja, puta barata de los barrios bajos no me extraña, pero el papuchón, le puse la firma, no era del pueblo debía ser recién llegado o algo por el estilo.
Tres horas después, me arreglé para salir con unos amigos a la inauguración de un Casino. Lleno de gente, conocidos y no, de todo. Unos papurris para delirar (ya se sabe que me enloquecen los señores maduritos y más bien entrados en “carnes” y si peladitos y roperos, mejor...), bueno, basta.
El lugar propicio para los putañeros por la gran cantidad de reventadas. ¡Cada cotorra, cada cacatúa de morir! Pero todas “diosas”. Por favor, la fauna del horror. Una competencia de celulitis y flacideces que ni les cuento. Petisas fofas la mayoría, dos o tres larguiruchas de alambre que se creían más que la Schiffer. Punto.
De golpe, entre el gentío, ¡la pendeja y el viejo! ¡Nooooo! Se me vino el mundo encima. Esto es demasiado, todavía me dolía la humillación. Me hirvió la sangre, juro que la agarraría de los pelos y le metería la cabeza en el inodoro mas próximo.
Y de golpe, el papucho mirándome de lejos, fijo y directamente, como quien te reconoce entre el gentío y se dispone a venir a saludarte. Desvié mis ojos y me puse a charlar con los chicos. “Viejo cochino”, me dije por dentro, sabiendo que lo decía por puro despecho. Dimos mil vueltas, mirando y cuando menos lo esperaba, tan entretenidos como estábamos observando a un tilingo jugar al tragamonedas, siento a mi lado, rozándome el hombro, al papi. Estaba solo. Me miró sonriéndome.
—Hola, qué tal —me dijo con un tono todo meloso y cargado de significado.
—Hola —le respondí y aún sin quererlo le sonreí. No sé, me salió del alma.
Él no dijo nada pero se quedó mirándome como no sabiendo cómo seguir. Yo me volví a la pantalla del tragamonedas haciéndome que estaba en otra. Sandías parti-das, cerezas, naranjas buscando coincidir en la pantalla, y qué sé yo.
—Con quien estás —de pronto la siguió el señor.
—Con unos amigos.
—¡Uhhh, qué lástima!
—¿Lástima? ¿por qué?
—Si no estuvieras con alguien te invitaba a mi mesa...
Exploté como un fósforo y le solté sin pensar:
—¿A su mesa con la pendeja reventada ésa que se trajo? ¿Qué pasa? Su “nena consentida” se quedó con las ganas de faltarme el respeto. ¿No tuvo suficiente? ¡Por qué no se dejan de fastidiarme y se ocupan de sus asuntos!
Me dije: ahora me manda a la mierda o me dice algo peor, pero él me sorprendió:
—Vos lo dijiste, es una putita de la calle. Qué podés esperar. Si sabía que te en-contraría, mirá si la hubiera levantado.
—No te entiendo (claro que entendía, pero no me “regalaría” así nomás después del disgusto).
—¿Qué cosa no entendés? —me di cuenta de que él también se hacía el boludo y de que disfrutaba viéndome burbujear de furia contenida. Sabía que en el fondo yo sangraba por la herida.
—Nada, nada. Por favor, vuelva con tu “princesa”. Está todo bien.
Una pausa larga. Entretanto, mis compañeros, Lito y Juanjo conversaban absor-tos con uno ahí nomás, a tres pasos nuestro, ni nos registraban. Yo me hice que me iba hacia donde estaban ellos. De golpe el papucho me espetó al oído:
—Me gustás, me gustan los chicos como vos...
Así nomás me lo dijo, sin “anestesia”, sin rodeos y con un tono tan íntimo y segu-ro que no cabían dudas.
—¿A sí? Fíjese usted —le dije con ironía por si me estaba metiendo el perro.
—Por empezar, tutearme, te lo pido por favor...
—No veo por qué —repliqué.
—Vamos, vení, aflojá yo no tengo la culpa de lo que te dijo la pendeja. Te pido perdón por ella.
—Pero en el momento no interveniste, es más, la dejaste hacer y un poco más la aplaudís.
—¿Y si ahora mismo hago algo para arreglar mi error? ¿venís conmigo?
—¿Qué decís?
—La pendeja se fue al baño, cuando venga y se vuelva a sentar a la mesa, ya vas a ver.
No agregué nada más, solo le miré como diciéndole “hacéme el favor”.
El me miraba fijamente a los ojos con una enorme sonrisa que empezaba a debi-litar mi ofuscación. Enseguida continuó:
—Me llamo Roberto ¿y vos?
—Lisy.
Le dije mi nombre de fantasía o de “guerra”, nunca uso el de mi documento.
—Dale, Lisy, aflojá y no te enojés conmigo ¿sabés los ratones que me estoy haciendo desde que te vi hoy?
—¡No me digas! —la seguí siempre con sorna.
—Verte con ese enojo y saber que en el fondo estás haciendo fuerza por no llo-rar por la ofensa me calienta a más no poder. Te juro que la tengo parada en este momento. Vamos hacia aquel rincón y la podrás sentir con tu mano.
Era el colmo nuestra charla en semejante lugar repleto de público. Pero, esto úl-timo, más la música fuerte, paradójicamente, nos aislaba de los demás, como si es-tuviéramos a solas en un cuarto cerrado. La gente caminando a nuestro alrededor constantemente, entrecruzándose, apretujándose, hablando, tomando, jugando, ab-sortos ocupados en los tragamonedas o en la bandeja de los mozos y las copas de vino gratis de la inauguración... qué le importaba nuestro diálogo. Y al final qué mon-gos me interesaba que les importara. Me gustaba ese papucho y me estaba ponien-do en “temperatura” su cortejo tan evidente y lanzado. Nos ubicamos en un ángulo apartado.
Entonces, con todo disimulo, así como al descuido, mi mano bajó y se encontró con la hebilla de un cinturón y más abajo acarició un montículo caliente y endurecido. Eso fue suficiente, no me la podía perder. Así que le dije:
—¡Uauuuu! Qué aparato.
—¿Te gusta?
—Por supuesto.
—Si la querés es tuya.
¡Uauuu! Casi me muero. Conmigo, así debe actuar un tipo, encarar las cosas sin rodeos, al grano y de modo así de cachondo. Los tipos encaradores me pueden, me derrito y ya...
Él se puso contento como un chico.
—¿Querés ir a algún lado ahora? —pregunté.
—Si te aguantás, podríamos quedarnos un ratito más.
—OK. Como quieras.
—¿Nos tomamos un vinito y picamos algo, entonces? —propuso.
—Ah, ¿y tu putita? ¿Te olvidaste de ella? —contraataqué.
El miró hacia atrás:
—Ahí está, volvió a la mesa, esperame acá, arreglo todo y ya vuelvo a buscarte.
Lo vi abrirse paso entre la gente. La guacha no nos vio juntos, estaba toda cha-chi toqueteándose las crenchas de cerda quemada por el agua oxigenada.
El papuchón primero se dirigió a un mozo. Le dijo algo, vi que sacó la billetera y le pagó, indicando el piso superior. Después se acercó a la mesa de la putita, le dijo algo, ella se sacudió toda como una gallina de Guinea dándose un baño de polvo y del mismo modo se encrespó y empezó a gesticular como una loca. “Se armó”, me dije.
El agregó algo más, no sé qué, pero debió de ser algo muy fuerte porque la mini-ta se quedó de piedra, quietita y mirando para aquí y para allá como perro encandi-lado. En serio, se quedó como petrificada de golpe.
Roberto regresó a buscarme, contento y sonriéndome.
—Ya está ¿viste que haría algo? Le dejé paga la mesa y pedí otra para nosotros en la planta alta. Ahora vamos, vamos a pedir algo para hincarle el diente y vamos a charlar y a pasarla bien ¿de acuerdo?
—De acuerdo —me aflojé como un flan.
Y llegó mi venganza. Pasamos juntos rumbo a la escalera y desde la mesa, la reventadita nos vio y se puso verde y roja y gris en cualquier orden, con fuego en los ojos. Yo la miré de arriba a bajo como diciéndole “¡Tomá turra, chupate esta manda-rina!” Y me puse a charlar con Roberto y sonreír feliz, feliz. Pero no fue suficiente. Cuando estabamos a mitad de la escalera, me di vuelta. Allá abajo quedaba la turra fulminándonos con los ojos. Roberto no se dio cuenta entusiasmado como iba, pero con disimulo miré para abajo y no me privé de levantar bien el dedo medio de mi mano y dirigírselo a ella, mientras decía por lo bajo: “Fuck your, puta barata”.
Ya arriba, él me preguntó qué mesa me gustaba y a propósito elegí la que daba a la baranda para que la guacha nos viera continuamente y se mordiera los codos. Ella se perdió unos buenos mangos, yo haría gratis y mejor su trabajo. Tomá. Recién ahí se me sosegó el sentimiento de humillación.
El hombre ardía de calentura. Nos sentamos, el me pidió que con mi pie buscara e hiciera unos mimitos a su “pedazo” que estaba al rojo vivo.
El mantel cubría la mesa hasta el suelo. Me quité un zapato y me volví a encon-trar con ese cúmulo caliente que latía... Sentí una calorada. Respiré hondo dado que eso me saca. Retiré el pie, porque las ganas hacían que me retorciera en mi silla.
La pasamos fabuloso. Roberto era un tipo muy cariñoso y muy atento. Coinci-díamos en todo. Preferimos comer algo rápido: unas empanadas al horno para acompañar el vino tinto que eligió Roberto y me pareció lo más rico del mundo. Yo jamás tomo alcohol, pero esa noche, qué joder...
No pasó más de una hora cuando me dijo por lo bajo:
—No lo puedo aguantar más, ¿vamos?
—Vamos —dije feliz.
—Okey. ¡No sabés cómo la vamos a pasar!
Esas palabras me dieron qué pensar, pero tenía que dejarle claro algunos pun-tos.
—Quiero que sepas que lo mío en la cama es absolutamente pasivo. Lo “de adelante” no cuenta, no existe, no se habla, toca ni ve. OK?
—Eso es lo que quiero con vos, dártela por todos lados, comerme esa boca y esa colita que tenés, y que me la chupes bien chupadita.
—Ah, siendo así, perfecto.
¡Qué alivio y alegría!, sentí que volaba de felicidad. No veía el momento de “des-cubrir” ese paquete ardiente y comérmelo todo, todo... Y a Roberto le pasaba lo mis-mo con respecto a mi colita. Me la comía con los ojos. No hay nada más lindo que ver a un hombre caliente al mango que te mira con deseo ¡qué sensación deliciosa, por Dios!
Roberto me trataba con suavidad y tenía continuas atenciones conmigo. Me cui-daba, mimaba a través de simples detalles. Pocos hombres saben esto. Ese trato me compra y me deja a mil.
Me contó que era gerente del banco X y que había sido asignado recientemente a la sucursal de una localidad cercana. Se estableció con su familia y vino hasta mi pueblo enterado de la inauguración del Casino y también a echarse un “buen polvo”.
—¿Querés ir a un motel? —me preguntó.
—Si querés vamos a mi casa, es un departamentito ratón, pero si ese detalle no te importa...
—Absolutamente...
Bajamos a la sala principal y salimos del Casino juntos. La pendeja todavía se-guía ahí desencajada y confundida como turco en la neblina. Ya no me importaba, ni la miré.
Cuando me mudé no traje mi camita de siempre, sino que invertí en una cama grande y bonita pensando en algo así. Bueno: se me daba la oportunidad de empe-zar a disfrutarla en compañía...
Roberto tenía una camioneta espectacular; pero qué me importaba entonces el auto. Me moría de deseos de aquel hombre, sentía un cosquilleo eléctrico en todo el cuerpo y toda la urgencia por llegar de una vez...
—¿No te enojás si te pregunto algo? —me dijo durante la marcha.
—No, qué sé yo. Preguntá —le respondí y temblé.
—¿Sabés que me gusta? ¿Sabés que me gustaría? Verte con alguna lencería, cualquier cosa, no sé, una bombachita y medias negras. No quiero más.
—No hay problemas, tengo todo...
El volvió a encender una sonrisota de satisfacción y me volvió a poner la mano en su bulto.
Llegamos. Rápido pasé al baño con la lencería que tenía guardada. Antes de las medias y la bombacha, me puse bastante lubricante en la argollita. Me puse una camisa oscura, fresca y suelta, abotonada hasta abajo, cosa que dejaba a medio verse mi colita levantada por la bombachita negra y sugería mis pechitos de nena prepuber. Dejé a propósito el ambiente a media luz.
Cuando salí, Roberto enrojeció de ganas. Se quitó el saco y empezó a aflojarse la corbata. Es muy fuerte ver a un hombre desvistiéndose, me acerqué y seguí yo con la tarea para disfrutarlo doblemente. Le terminé de aflojar la corbata, pero él no aguantó más y me comió la boca con un beso larguísimo y profundo. Me pasaba las manos desesperadamente por la espalda y las nalgas, me atrajo más a él y termina-do el beso me apretó contra su cuerpo. Y otra vez tomaba mi mano y la depositaba en su bulto. Bueno, basta. Suavemente, le desabroché la camina y me encontré con un pecho velludo como una alfombra, apoyé mi cara contra él. El calor del cuerpo, el roce del vello, mis dedos juguetearon en esa maraña tan viril. Me enloquecen los hombres con panza. No entiendo por qué a nadie le gusta y los pobres papitos que se matan por tener la panza chata. Por mí que no se molesten, muero por esas pan-citas bien masculinas.
Me fui bajando hasta arrodillarme. Le desprendí el cinturón, desabotoné botón por botón su bragueta y ¡albricias! ¡Otra feliz coincidencia! El usaba los calzoncillos que me enloquecen, no slips, sino esos boxer holgados que tienen una abertura. Me-tí los dedos y fui sacando fuera ese tremendo pedazo de carne. ¿Cómo describirlo? Simple: una flor de poronga, una pija de sueño, como me gustan a mí. Carnosa y cabezona, suave, caliente, húmeda de fina transpiración. De una me la metí y co-mencé a succionarla en un mar de éxtasis. El emitía unos gemidos guturales y se estremecía todo.
Estábamos demasiados calientes para seguir así. Ya la seguiríamos con más calma después del primer polvo. Mi colita pedía a gritos esa pija. Se lo dije. Se quitó la ropa, le pedí que se dejara los calzoncillos porque así me excito más. Verlo así parado con el tremendo vergajo oscuro resaltando fuera del blanco de los calzonci-llos hizo que casi me desmayara de placer y calentura. Un papuchón maduro está en su plena potencia de macho, por eso me gustan los hombres de más de cuarenta.
En ese semi desvanecimiento me acosté de espaldas mientras él me miraba. Me coloqué bajo la cintura una pequeña almohada, levanté un poco la cola y me bajé la bombachita lo suficiente para dejar al aire la colita. Le dije:
—Vení, papuchote.
El parecía un chico dócil que me obedecía. Se subió a la cama, se inclinó sobre mí y me volvió a comer la boca y toda la cara a besos. Eso me gusta de Roberto, que le gusta besar y no mezquina besos, muy importante el detalle puesto que mue-ro por los besos generosos.
Se levantó, se puso de rodillas, se bajó los calzoncillos y pude ver unos regios testículos: verdaderas bochas colgantes, grandes, difíciles de ocultar, abultadoras no por nada. Pensé en ese segundo en la mucha leche caliente que guardarían para inyectármela hasta dejarme la rosquita rebozante.
El segundo antes de que él se volviera a inclinar sobre mí, apoyando a ambos lados sus manos y quedándose como un toldo sobre mí, pensé que semejante pija me causaría algún dolor o que costaría hacerla entrar; pero la crema lubricante y además mi rosquita dilatada de calentura permitiría que entrara cualquier cosa. Y así fue, nomás. Con suavidad y pericia, Roberto hizo que pasara la cabezota por la ar-gollita, despacito la hundió unos centímetros más. Y entonces, sintiendo que todo iba bien, cuando quise darme cuenta, con un par de golpes, toda la poronga estaba de-ntro mío. Roberto exhaló un suspiro y contuvo la respiración.
Y ahí empezó el traqueteo. Primero me la introducía despacio y toda, hasta que no quedaba nada afuera, después se fue descontrolando de ganas y los embates fueron furiosos y solo aflojaba un poco el ritmo para regalarme aquellos besos de película.
Así por muchos minutos. De golpe empezó a dármela con golpes cortitos, uno, dos, tres, cuatro y el último hasta el fondo, de una me la hundía y se detenía ar-queando la espalda y levantando la cabeza, presionando con todo su peso. Con la mano comprobé que sus testículos hacían de tope y se desparramaban sobre mi huesito dulce, donde empieza a abrirse el surco de las nalgas. Eran enormes, pesa-dos, Roberto era en serio un toro semental.
Ese juego era delicioso a más no poder ¡No tengo palabras para explicar el pla-cer que me producía! Sentía que flotaba y si se incendiara la casa no me movería del lugar.
No sé cuanto duró esto, perdí noción del tiempo, del lugar, de todo, había muer-to, desdoblado, qué sé yo.
Solo recuerdo que el me decía:
—¡Uhhhhh, qué bueno, qué bueno!, ¿te gusta así? ¿La estás pasando bien? ¿Te gusta mi pija?
Y yo moría con esas palabras:
—Sí, papito no sabés cuánto me gusta.
Roberto era un tipo ardiente y, a la vez, tierno, cariñoso y mimoso, una mezcla que en un hombre, al menos para mí, es oro puro.
La culeada seguía un ritmo delicioso. Cada tanto Roberto se detenía. Entonces se venía una furiosa tanda de besos, Roberto me comía la boca, la cara, el cuello, hasta que descubrió mis tetitas. Fue el broche de oro, el súmmun cuando empezó a explorar con sus labios y lengua mis pezones por sobre la camisa. Rápido me des-abroché dos botones y se la dejé libre. Sus labios y su lengua me hicieron descubrir ese placer extra por primera vez. La succión me producía repeluznos eléctricos, me arrancaban quejidos lastimeros y no podía evitar el reflejo espontáneo de levantarme como para escapar de tanto placer, pero por supuesto, no quería que dejara de hacerlo...
Entonces nuestra cópula fue completa, completa.
Me la dio con todo hasta que empecé jadear como si hubiera corrido sin descan-so veinte cuadras, su verga deliciosa, sus besos increíbles, sus palabras suplicantes y halagadoras fueron un cóctel-dinamita que me introdujo en un inefable estado emocional, recuerdo que empecé a sollozar, a emitir unos gemiditos tontos, unos ayes como si estuviera muriéndome. Eso parece que fue el desencadenante para él.
Empezó el tiroteo de su eyaculación y fue espectacular. Es fabuloso ver a un hombre en pleno orgasmo sabiendo que uno se lo ha permitido al ofrecerle el cuer-po. Y fabuloso recibir el regalo inefable del semen caliente y abundante.
Lo cierto es que Roberto gimió y se estremeció como un epiléptico. Evidente-mente tenía, como imaginé, “mucha bala en el cargador”. Fueron unos cuantos los espasmos de descarga hasta que terminó derrumbándose suavemente sobre mí. Y a pesar de ser un hombre de no menos de cien kilos, sin problemas recibí sobre mí esa masa de carne cálida y agitada. Se quedó knock-out, planchado, sin fuerzas. Con la pija toda entera calzada hasta el mango. Le pedí que no la sacara todavía.
Entonces, mientras estaba desparramado sobre mí y entregado, empecé a mi-marlo con machismos besitos, rápidos y cortitos por toda su cara angulosa y redon-da, por ese su cuello corto y grueso de macho maduro, le mordisqueé suavemente el lóbulo de la oreja, lo acaricié como ni su madre lo hizo. Jugueteé con su cabello cor-tito y enrulado y deslicé los dedos por el circulo calvo en su coronilla. ¡Dios, qué pe-dazo de macho me acabo de comer!, pensé ¡Esto es un sueño!
Después nos quedamos en la cama. Apoyé mi cara en su torso y sentí sus grue-sos brazos que me envolvían y me atraían dulcemente más a la calidez de su ser. ¡Ay, ese abrazo, decía tanto, tanto! Yo seguía acariciándole, tal que me saqué el gusto de mimar a un hombre. Entre tanto charlamos lindo, lindo...
Nos repusimos. Roberto se levantó y descorchó otro vino que había traído espe-cialmente para “festejar” el éxito de nuestro primer “encame”. Lo disfrutamos en la cama, abrazados, con un poco de música suave.
A continuación y hasta la madrugada vinieron: una larga sesión de petes (que le dediqué con todo entusiasmo, el papi se lo merecía), mi boca fue generosa como fue generoso su pene con mi colita sedienta. Antes de dormirnos, vinieron dos polvos más.
Para el segundo, me puse a gatas y todo fue sobre ruedas. Roberto me volvió a abrazar pasándome los brazos por el pecho, de modo que me sentía toda mi espal-da adherida a su vientre y pecho. Así “ensamblados” me brindaba con todo entu-siasmo esos sus famosos “golpes de pija” hasta el fondo.
Para el tercero, él se acostó de espaldas y yo le hice el jueguito de la nena tonta que va por el bosque y de pronto se pone de cuclillas para arrancar una flor; pero con tal mala suerte que se sienta sobre un tronco y se lo “ensarta” todo entero. Pero a la nena le gusta y se lo introduce más y más mientras hace lentos círculos, levan-tándose y bajándose. Roberto disfrutaba a lo loco ayudando con sus susodichos golpes de abajo hacia arriba y apretándome con todo hacía él, aferrándose fuerte-mente con sus dos manos de mis caderas.
Nos dormimos como nunca. Nos despertamos a media mañana y antes de irse Roberto, vino el cuarto polvo. No se negó cuando le dije que me gustaba que me la diera como la primera vez, es decir, teniéndole encima mío, cara a cara. Me gusta ver a mi macho, acariciarlo mientras me machaca y me gustan los besos descontro-lados de la garcha.
No me puedo quejar, Roberto fue complaciente conmigo en todo momento.
Antes de irse me preguntó si podría venir otro día.
—Por supuesto —le respondí.
Sí, señores, fueron unos polvos memorables, difíciles de olvidar. Y pensar al prin-cipio no tuve ganas de ir a la inauguración del Casino y fíjense lo que me fui a ga-nar...
Después me puse a pensar que me enganché a Roberto, más bien gracias a la pendeja zarpada. Sin querer ella me cumplió el sueño de encamarme con un hombre como Roberto, en fin, mi macho ideal.
Juro que si me la encuentro un día, se lo voy a agredecer de todo corazón. 

Lisy Le Trôle

comentarios a: lisy55@yahoo.com.ar


DON BASILIO: MI VIEJO CHACARERO Y MEJOR AMANTE


Ese día viajé temprano hasta X para pasar el día con mi amiga “La Berny” (“trolex y pluma” como yo) a la que no veía desde hacía semanas.
Fue un día genial y la pasamos bárbaro. Tomamos mate, y le dimos sin piedad a la “sin hueso” todo ese santo día: charlamos, cuereamos a medio mundo, recorda-mos mil cosas, nos contamos los últimos acontecimientos de nuestras respectivas vidas, nos reímos con aquéllo de que en este 2003 a ponernos en campaña y encon-trar machos...!!!
Hasta el clima parecía propicio: en pleno enero un calor moderado, justo, agra-dable, un cielo diáfano de sueño. En resumen: se percibía buena onda en el aire y, por consecuencia, en la gente.
Tomé el ómnibus de regreso al anochecer. Sinceramente me hice a la idea de que el día ya estaba hecho con mi visita y que de ahí en más solo me esperaba, pri-mero un viaje aburrido, luego llegar a casa y tirarme a dormir.
Al subir, me di con la desagradable sorpresa de un ómnibus repletísimo de gente (era viernes y ya se sabe: todo el mundo viaja, se traslada de P. al interior de la pro-vincia). ¡Ufa, viajar de pie! En fin, me resigné, lo había pasado tan bien ese día que ése era solo un detalle superficial que bien podía pasar por alto.
De pronto, más adelante se baja una mujer: ¡un asiento libre! Nadie lo ocupó, así que deposité mis “reales” en él y me arrellané con alivio.
A un paso de este asiento viajaba de pie un policía (que no quiso ocupar, natu-ralmente, el asiento que había quedado libre). Al costado (pasillo de por medio) un señor grande y tosco como un oso pardo, todo un hombrazo, un pedazo de gringo, agricultor se le notaba a la legua.
Carota regordeta y colorada, sombra de barba negrísima y gruesa. Se me ocurre que andaría más allá de los cincuenta y cinco años... no importa tanto tampoco eso, lo cierto es que era un machazo en toda su plenitud... Camisa a cuadros azul marino arremangada y abierta hasta el cuarto botón, gorra vasca negra, pantalón de género liviano también negro. Unos brazos velludos y poderosos de herrero y un pecho po-blado de pelos igualmente abundantes y negros que seguirían hacía abajo, hacia ese vientre enorme que tenía y más abajo todavía... ¡Mmmm!...
Veo esa clase de hombres y ya empiezo a calentarme. Un calorcito y cosquillitas que comienzan en mi rosquita y se desparraman en mis entrañas. Y comienzo a ima-ginar cosas...
El papucho en cuestión tenía unos hombros gruesos tan anchos que superaban el ancho del respaldo del asiento del micro. Sus manazas rudas eran inmensas, los dedos gruesos y cortos como cabos de escoba. Y dicen, ya se sabe, que los dedos indican o reflejan los largos y grosores del miembro viril de sus dueños. Repito: un oso.
Hablaba con el policía que, como dije, viajaba de pie. Le contaba de esto y lo otro, del gobierno, de la cosecha, y de que vivía cerca de V. (mi pueblo), y que volvía de O. de hacer no sé que gestión y que había dejado su camión en la estación de servicio que queda en la entrada de nuestro pueblo para volver a su chacra la cual estaba bien entrada en la colonia. Era un hombre llano, de buen humor y muy habla-dor, y hablaba fuerte, eso sí... Tenía rasgos fisonómicos inconfundibles que denota-ban su ascendencia eslava (ruso o algo así).
El viaje transcurría bien. Al paso de los kilómetros, el micro se iba descongestio-nando de pasajeros. Todo perfecto, de pronto la pasajera que venía en el asiento delantero, presionó el graduador y bruscamente inclinó tanto el respaldo que me aprisionó contra mi bolso. Me pareció una actitud prepotente y maleducada. No tenía espacio para reubicar mi bolso y a mi lado el asiento estaba ocupado.
Miré hacia atrás y descubrí dos asientos vacíos, como pude me liberé del apretón y me cambié.
Enseguida llegamos al pueblo de G. fue increíble: más de medio ómnibus se va-ció. En la terminal bajaron un tropel de pasajeros y todo el sector de los primeros asientos quedaron vacíos.
El hombrazo se dio vuelta para observar como se producía el descenso en masa de personas y petates. Y como yo estaba atrás y nadie más, me miró un par de se-gundos, me sonrió y con toda confianza y de modo afable me hizo el comentario de la cantidad de gente que bajaba y esto y lo otro.
La marcha del micro reanudó. El hombre me hablaba y yo le observaba: tenía unas facciones muy viriles: orejas muy grandes, rostro anguloso y curtido, cejas gruesísimas, voz grave y de timbre varonil pero acariciante y amable. Ah, y una nariz prominente y de una forma simpática: respingada y larga que me hizo recordar a la del ex presidente ruso Yeltsin. No sé, en conjunto, sus facciones me gustaban. Sí, sí, facciones muy viriles, de macho maduro, de hombre de trabajo, hombre sufrido, fuer-te y rústico; pero muy simpático y dado.
Yo, como es mi costumbre, empecé a fantasear: me imaginé entre esos brazos, contra ese cuerpazo, sintiendo ese olor a hombre rústico, sintiendo el roce áspero de ese vello, de esos dedos acariciando mi espalda, mi cuello. Realmente llegué a sen-tir un embriagante olor a hombre recio (mi imaginación estaba al mango). En fin, caí en mi propia trampa porque comencé a sentir enormes deseos de ese hombre. Lo imaginé quitándose la camisa, viéndolo con su torso, sus hombros, su panza pro-nunciada de viejo gorila macho viniendo hacia mí.
Qué sé yo, en un segundo, la escena estaba montada: su piel curtida pegada a la mía que contrastaba al ser más suave y blanca... Él buscando con deseo besarme el cuello, buscando mis labios, su miembro en erección levantando una comba tre-menda en su pantalón, mis manos abriendo su bragueta, mis dedos sacando a luz una verga robusta y urgida por el deseo de hundirse profunda y toda entera en mi colita totalmente afiebrada de placer... ¡Uauuuu, cómo me excité! Ese calorcito y ese cosquilleo se volvía casi intolerable en la zona de mi argollita...
No había nadie más en los asientos contiguos a los nuestros, así que sólo se di-rigía a mí. Su simplicidad y su amplia sonrisota campechana me impulsaban a co-quetearle aunque con cierto recato, claro. Le contesté con toda mi simpatía y mi más cálida sonrisa. Entablamos un dialogo. Él me miraba algo pícaramente, pero me hablaba con una suerte de respeto y consideración. Yo le decía cosas de tal modo que lo halagaba indirectamente. Él, al parecer, se quedó encantado conmigo, tal que se levantó y me dijo de sentarse a mi lado para “conversar mejor”. De paso —dijo— podía mirar para adelante y no pasarse el lugar donde debía descender.
Yo quité rápidamente mi bolso del asiento, me corrí hacia la ventanilla y él se sentó a mi lado. Cuando lo hizo, nuestras miradas se encontraron, entonces se pro-dujo una suerte de extraño contacto, eléctrico, químico o algo por el estilo. Juro que comprendí que estabamos coincidiendo en la mutua necesidad de encontrarnos sexualmente. Hasta se me ocurre pensar en las feromonas que seguramente emití, como una perra en celo, con la excitación intensa que me invadió, las que desperta-ron su instinto de macho. Algo así...
Pensé, también y, por supuesto: “¿se habrá dado cuenta de que soy un chico?”. Sí claro, estabamos muy cerca. Qué me importaba al fin y al cabo. A lo mejor, instin-tivamente, vio en mí “algo más”, es decir, lo que yo quiero que vean los hombres en mí. Lo cierto es que con su enorme humanidad me arrinconó en mi asiento; su cuer-pazo era una barrera infranqueable. Sus brazos y piernas me rozaban porque, como dije, su “humanidad” ocupaba más de un asiento, y yo sentía su calor contra mi cuer-po. Sus ojos eran buscones y su trato se volvió confianzudo e íntimo:
—¿Hasta donde viajás? —me preguntó.
—Hasta X.
—Yo también —y me contó lo que ya le había oído decirle al policía, lo del ca-mión en la estación de servicio, etc., etc.
Entretanto, yo actuaba afectando al máximo mis modales, mi mirada, mis ojos, mis manos, mis palabras sonaban suaves, coquetas, dulces...
De golpe me soltó la pregunta, que en tales circunstancias no me pareció fuera de lugar.
—¿Dónde te bajás?
No me importaba nada, así que le respondí con la verdad:
—Me bajo en la esquina del supermercado N.
—¡Ah! Porque está linda nuestra conversa que da para seguir.
Su acento campesino me excitaba todavía más. Cacé en el aire la pelota y me di-je qué debía intentar algo. Por empezar, traté de imitar algo su modo de hablar, cosa que sea para él un claro mensaje de mi agrado, y como diciéndole con la mirada: “sí, acepto lo que quieras”:
—Y da para seguir conversando —le respondí.
—Si me esperás yo te alcanzo con mi camión que está acá antes.
—No hay problema ¿qué camión es?
—Un Dodge 700 color azul, con carrocería planchada.
¡Me pareció una combinación perfecta la de ese tremendo pedazo de macho manejando un camión chacarero rústico como su dueño!
Me dirán qué tontería; pero yo tenía la certeza de lo que se venía.
Las primeras jirafas encendidas nos indicaban el ingreso al pueblo. Él se bajó donde dijo con su andar pesado. Seguí en el micro las diez cuadras hasta la esquina donde iría a descender.
No más de dos minutos de espera y ya divisé el camión. Se detuvo dejando el motor en marcha. El hombre me sorprendió: se bajó para abrirme la puerta, (dijo que la puerta estaba “medio trabada y había que tener polenta para abrirla”), luego la cerró cuando ya me había acomodado y volvió al volante.
Cuando lo vi venir a abrirme la puerta, eché un vistazo a su bragueta: se le mar-caba la forma de una comba bien grande que tenía consistencia real y no era solo un pliegue del pantalón. Un “cilindro de buen diámetro bajo la bragueta”, pensé. Se me aflojaron las piernas, naturalmente.
Ante el volante me dijo:
—¿Vamos más allá?
Y en ese “más allá”, creí entender todo, todo...
Puso en marcha el ruidoso vehículo y yo me decía “menos mal que siempre en mi neceser llevo mi cremita lubricante”. Ya sé que está el recurso igualmente bueno de la saliva en los dedos que afloja la entrada de la argollita... pero “mi cremita” me daba más confianza. En fin...
Avanzamos dos cuadras por la avenida, giramos a la derecha e hicimos nada más que tres para encontrar una manzana arbolada y de poca iluminación. Pero él, de pronto, al parecer no convencido, reflexionó un instante y me dijo:
—¿Y si vamos hasta el mirador de la ruta? Recién cargué agua caliente en el termo —y me indicó con el dedo el equipo de mate en el torpedo— Vamos y toma-mos unos mates, ¿vos tomás mate?
—Sí, claro.
Y pensé en ese momento ¿no me llevará nada más que a tomar mate y charlar? ¡Sería un buen chasco! ¿Pero por qué irnos al mirador...? Dejémosle actuar, me dije.
—Andá haciendo el mate ¿sí? —me pidió suavemente pero con entera confian-za.
Lo preparé y hasta llegar al primer mirador nos tomamos los primeros. Otro ab-surdo: me sentí en ese momento su esposa, su amante, o algo similar, era de él de algún modo...
En el viaje me enteré de su nombre: Basilio y de su apellido (que no importa mencionar en este caso pero que me dio la pauta para determinar ciertamente su ascendencia rusa o ucraniana).
La noche era espectacular, del calorcito de la tarde, habíamos pasado a un deli-cioso fresco-tibio airecillo de noche veraniega. Para mejor, una luna brillante y diáfa-na iluminaba de un modo delicado el ambiente. Otro factor que predispone al deseo sexual.
Llegamos al mirador. Detuvo el camión, se bajó y con sus manazas de oso pegó un golpe seco y me abrió la puerta. Más adelante había un coche detenido, las luces apagadas, al parecer sin ocupantes.
—Vamos por acá, allá en la loma hay lugar y se ve bien las luces de J.
Basilio sacó de detrás del asiento una especie de tapete enrollado y me reco-mendó:
—Mejor llevá tu bolso. No andan las cerraduras, no puedo poner llave a las puer-tas y por acá no es seguro dejar las cosas.
Claro que lo llevaría. Yo pensaba más bien en la “cremita”.
Tomé el bolso, él cerró la puerta y le seguí. Caminamos despacio, cuidándonos de no resbalar en las piedras sueltas del senderito zigzagueante, subiendo hacia la cima de esa especie de peñón que está entre la ruta y el valle profundo. Desde allá arriba se dominaba impresionantemente todo el valle del C. Y una lejanía enorme de paisajes fantásticos.
Gracias a la luna no necesitamos de linterna, no obstante no se veía bien, sobre todo en los trechos del sendero sombreado por las copas de los arbolitos. Basilio caminaba delante mío indicándome donde pisar y cuidado acá y otras recomenda-ciones por el estilo.
Casi íbamos llegando cuando nos encontramos con una pareja que venía de re-greso hacia la zona donde quedaban los autos. Abrazados, ella apoyando su cara en el hombro del tipo, parecía semidesmayada.
—¡Está bueno allá arriba! ¿eh? —preguntó Basilio a los paseantes con tono píca-ro.
—Muy bueno —contestó el tipo, con no menos picardía.
Nos saludamos mutuamente sin detenernos.
Unos pasos más y Basilio se me arrimó tomándome por los hombros, acercó su cara a la mía y me dijo por la bajo todo socarrón:
—¿Viste bien? Parece que ése ya se descargó y bien descargado; la mujer venía rendida, apenas caminaba, se ve que el tipo le arremangó bien —y soltó una risita ronca sin dejar de mirarme y su aliento me llegó caliente y excitante.
Yo sonreí para dejarlo contento. El pareció esperar esa respuesta porque no dejó de mirarme hasta que lo hice. Significativamente no me soltó hasta llegar. Yo me detuve y miré a mi alrededor.
—¡Qué linda vista! —exclamé con voz adrede susurrante, haciéndome la nena tonta y bonita a lo Marilyn Monroe en sus películas.
Él me miró y me invitó pausadamente y marcando bien las palabras con tono ul-tra intencionado:
—Vamos más allá ¿sí?...
Nos salimos del sendero y yo le seguí atravesando los yuyos ralos entre los blo-ques de piedra. Empezamos a bajar un poco. Me dio algo de miedo porque estába-mos a pocos metros del precipicio. Caminamos no más de quince metros y entonces Basilio abrió ese especie de tapete, que una vez desenrrollado y extendido, tomó las dimensiones de un colchón para una cama pequeña. Sin embargo él lo dobló en dos y dijo:
—Vamos a sentarnos, vení acá —y palmoteó con la mano para que me sentara a su lado. El asiento improvisado era angosto, así que al sentarme nuestros cuerpos se tocaban. Yo sentí otra vez su calor corporal. Su olor era arrobador. ¡Olor a hom-bre en serio!
Miré hacia el sendero. No nos verían de ningún modo. Así, sentados, los arbus-tos, piedras y arbolitos nos ocultaban de quien eventualmente pasara por el senderi-to, algo casi imposible a esas horas...
Le cebé un mate, lo tomó. Se quedó en silencio. Cuando tomaba el mío dijo vol-viendo a referirse a la pareja:
—Se ve que el tipo le dio con todo a la mina, le llenó de leche hasta decir basta... ¿Sabés? Este lugar es un cogedero de aquéllos...
Yo no le respondí, pero con mi silencio le decía “¡síiii, dale, dale!!”. Mientras tan-to, la luna nos iluminaba y el entorno era un sueño. Basilio mantenía sus enormes piernas flexionadas. De golpe, hizo un movimiento del cuerpo y se largó:
—Estoy con una calentura que no doy más, che. Hace más de un mes que no clavo ¿sabés? Me duelen los huevos, demasiada leche acumulada, Jajaja. Mi mujer no quiere darme más ¿vos sabés? Y yo necesito mojar el gallo y no es fáaaacil, vos sabés...
Y me miró con una sonrisa un poco inhibida, pero que buscaba en mis ojos el acuerdo.
Seguí sin responderle, le sonreí totalmente con mi más grande dulzura, para que siguiera adelante y dejara de lado toda precaución.
El aflojó la pierna izquierda que estaba pegada casi a la mía hasta depositarla estirada en el suelo y me indicó con los ojos hacía su cinturón:
—Se puso bravo el pelado, mirá.
Bajé los ojos. La erección de su miembro era más voluminosa de lo que me ima-giné en el ómnibus. Sentí un sacudón de calor, se me nublaron los ojos. Reaccioné y le dije abiertamente, pensando que era injusto hacerse rogar más por ese hombre:
—¡Uhh, qué tamaño! ¿Qué es todo ese bultazo? —y se lo acaricié. —¡Uauuu, qué lindo paquete! —añadí. El hombre se estremeció todo entero.
—Si vos querés, hacemos como los que encontramos ahí... —me propuso de una.
—Si Ud. quiere —me hice la “nena cotizada”— yo no tengo inconvenientes...
—Más vale que quiero...
Basilio, a pesar de su carácter campechano y frontal, cuidaba el modo en cómo decía las cosas. Se lanzaba pero sin ser brusco para nada. Me excitaba locamente ese su modo de hablar agringado y su cortesía. Asimismo, me conmovía que, aun-que no daba más de deseo, esperaba todo mi consentimiento. Eso me desató.
No dije más nada. No quitaba mi mano de ese nudo duro y caliente, que se ponía todavía más hinchado, Basilio cubrió mi mano buscona con la suya enorme, y me hizo hacerse una caricia más profunda. Enseguida le abrí la bragueta. El tremendo miembro erecto hacía tanta presión por salir que me dificultaba dasabotonar su bra-gueta. Luego costó hacerla saltar afuera por el agujero de sus calzoncillos...
—¿Quiere que se la chupe? ¿Le gusta eso?
—Más vale que me gusta, pero estoy demasiado caliente y no sé si voy a aguan-tar... por ahí acabo de golpe.
Me enterneció su respeto hacia mí por eso le respondí:
—Le chupo un poquito y ya le entrego la cola.
Finalmente desbordó aquel miembro y realmente era un pedazo de pija, no lo-graba permanecer firme por su mismo largo y peso. Parecía afiebrada, muy caliente, hinchada y totalmente lubricada. Se la chupé con mucha suavidad para no provocar-le una eyaculación abrupta. El olor a masculinidad, se volvió diez veces más intenso; un olor embriagador, recio, hombruno “olor a macho en celo”...
La pija era fabulosa, muy gruesa y, calculo, que llegaba bien a los veinte centí-metros porque aun envolviéndola con mis dos puños cerrados desde su pubis, so-braba un buen pedazo. Como ventaja tenía que no era rígida, como dije, sino pulpo-sa y suave. Me llamó la atención cómo se pelaba sola y se descubría todo entero su bálano, redondo, capuchón y palpitante de congestión...
Basilio me dijo: “vamos más al oscuro”.
Llevó la alfombrita y la reubicó a dos pasos de donde estábamos, en la laguna de obscuridad que proyectaban los arbolitos. Me condujo hasta ella abrazándome deli-cadamente. Me arrodillé mientras Basilio se quedaba de pie y se la mamé así. El gemía sordamente y reprimía los espasmos de placer que le sacudían de pies a ca-beza.
De pronto, se inclinó sobre mí y sus dedazos buscaron con caricias mi rosquita...
—Quiero metértela ya, no aguanto de ganas. —me suplicó realmente al rojo vivo.
—Bueno, bueno —le respondí yo con no menos urgencia. —Esperá un segundo ¿sí?
El segundo que requería para sacar de mi neceser la crema lubricante, para de-jar al aire mis nalgas, para ponerme en cuclillas y para aplicarme la crema con los dedos. Descubrí que la crema lubricante parecía innecesaria: mi esfinter estaba to-talmente dilatado, caliente, húmedo y sin ofrecer la menor resistencia. Como quien dice: “rendido de deseo”.
Me puse a gatas, dejando a su disposición mi cola. Él, mientras tanto, sin dejar de mirarme, y a los sacudones, se aflojó el cinturón, y de un golpe se bajó los panta-lones junto con los calzoncillos hasta la altura de las rodillas.
Estaba desatado y su respiración era rápida y ruidosa, no podía contenerse más. Se arrodilló a su vez, y mi colita recibió primero el impacto de su boca y de su narizo-ta exploradoras y sedientas. Enseguida una lengua desesperada lamiendo golosa y una nariz olisqueando con fruición como un alcohólico lo hace apenas destapa su aguardiente. Fue un arranque breve y ya se pegaba a mi espalda, aferrándose a mí para hacernos uno. Su cara congestionada y jadeante quedó junto a la mía. Sus manos buscaban mis tetillas en caricias de fiebre. Luego con ese abrazo de boa constrictor, me atrajo hacia él con mayor fuerza, su mano tomó firme su miembro, y, al punto, sentí por fin una presión caliente en mi argollita. A continuación, el paso latiente de su bálano por mi esfínter. Delicioso, delicioso, delicioso... Basilio, con total maestría, imprimía suaves y cortos golpecitos con los cuales conseguía ir introdu-ciendo centímetro a centímetro ese pedazo de verga que tenía sin producirme nin-gún dolor. En tanto, me iba anunciando susurrándome al oído:
—Ya está entrando, ¿te gusta?
Es automático e increíble el efecto que ese tipo de palabras producen en mi culo. Cuando el hombre me hace comentarios como estos: “que ya la tiene toda adentro hasta los huevos” y/o si me pregunta si me está gustando lo que hace, yo no sé de-cirlo: me muero, estallo, siento que se me aflojan todos y cada uno de los músculos del cuerpo, me distiendo como un trapo y eso permite que, en un ¡blup! delicioso de vaselina, se hunda en mi interior de verdad lo mucho o poco que todavía quede de la pija. Mi cola se la traga literalmente toda, toda, exacerbada por el estímulo de ese tipo de comentarios...
Basilio sintió que hizo tope y suspiró con un gemido ronco y hondo.
—¡A la puta qué bueno! —dijo con vos entrecortada y empezó a bombear suave, suave. Yo tenía su boca y nariz a centímetros de mi oreja. Entre que jadeaba, me susurraba justo, justo (como si adivinara) esas exactas palabras de estímulo que me ponen a mil: “¿te está gustando?¿sí? ¿te gusta mi pija?” y la calidez de su aliento en mis mejillas era magnífico. Me sentía morir de placer. Todavía recuerdo vívidamente la excitación de su respiración agitada y sus gruñidos de goce en mi oreja. En fin, todo esto en conjunto constituía de por sí un afrodisíaco potentísimo, una bomba al placer total...
Basilio me abrazaba firmemente pero sin lastimarme, su presión era justa, tal que me envolvía y sujetaba entre sus brazos y nos hacíamos uno solo en el abrazo. El calor de su cuerpo me infundía no sé qué de sublime sensación de bienestar. Me estaba cubriendo, su olor impregnaba el entorno y yo me entregaba más y más...
Empezó a intensificar el bombeo y a hundírmela con cada golpe siempre profun-do, un leve dolor punzante empezaba a expandirse dentro mío. Dentro de todo era lo menos que podía esperar teniendo en cuenta el tamaño de su órgano. Sin embargo, no era un dolor desagradable, tenía un trasfondo de placer que era disfrutado por mí. Que no se detuviera. Así, así, más, más...
Y, a la vez, otro placer extra: el golpeteo de sus enormes testículos en esa zona tan erógena en los alrededores del ano que tenemos los verdaderos putitos...
Yo abría y enseguida entrecerraba los ojos para concentrarme mejor en el goce. Cuando los abría el hermoso espectáculo de las lejanas luces de J. me transmitía mayor complacencia y agrado. Lo mismo decir del sonido aplacado del tránsito por la ruta a unos metros de nuestro “escondite de amor”. Pensaba: “cuántas veces al pa-sar por ahí a la noche vi autos detenidos y parejas que seguramente disfrutaban co-mo ahora nosotros lo hacíamos... me acuerdo como algo lejano que entonces sentía real envidia y bronca”.
Ahora me tocaba a mí: no lo podía creer, ¡Dios, qué felicidad! Y para mejor estar con un hombre como aquél que tenía todo lo que me gusta: corpulencia, rústicidad y ternura, y mucha pasión desatada... Sí, señores, no lo podía creer...
—¿Te gusta mi pija? ¿eh? —me decía una y otra vez como un disco rayado— ¿Sabés? Entró todita, ¿sentís que entró enterita? ¿Vos la sentís bien, mi amorcito?...
O si no, repetía:
— ¡La puta, qué buen culo tenés!
Y yo le respondía también como un disco rayado:
—¡Me gusta mucho, mucho! Siga dándome así, no pare, por favor...
Con sus palabras de estímulo que subían el voltaje, empezó a besarme locamen-te la cara, buscado mi boca y alcanzándola a medias. Estaba llegando a la cima del placer, mientras su pene entero en mi interior era un pistón lubricado que tomaba mayor velocidad. Yo proyectaba para atrás el culo arqueando la espalda y hacía suaves giros en redondo meneando las caderas. Eso, al parecer lo excitó del todo, dado que precipitó su orgasmo.
—Ya está viniendo, ajjjj, ya, ajjj, mmmm...
Y qué más decir: sus roncos gemidos descontrolados me hablaban del frenesí de su orgasmo desatado y de su eyaculación harto abundante, tanto que sentí cómo si tuviera puesta una manguera que lanzaba chorros de agua caliente en mi interior.
Acabó en una interminable explosión de espasmos, gemidos y golpazos profun-dos de su pubis pesado en mi culo, que estaba totalmente abierto y entregado a ese pistón desaforado. Se quedó sobre mí, exhausto, sin aliento; pero sin soltarme y to-davía hundiéndome la verga con fuerza, como si quisiera que sus testículos también entraran en mi cuerpo.
Me quedé literalmente, “rebosante” de placer y semen. Fue retirando lentamente su pija. Mientras ésta salía mojada y latiente, desbordaba por la comisura de mi ros-quita mucho del semen locamente eyaculado. ¡Ahhh, qué sensación única, por favor!
Nos acostamos siempre abrazados para reponernos. Los brazos y pecho de Ba-silio me regalaban una almohada cálida y amorosa en la que me dejé estar, todavía en pleno éxtasis, no pudiendo salir del enorme placer. Estabamos bañados en trans-piración.
Y así nos quedamos, en silencio, yo le acariciaba y colmaba de besos apacigua-dos, él me brindaba largas y despaciosas caricias que recorrían mi espalda y mis nalgas. Entre tanto teníamos ante nuestros ojos, todo un cielo estrellado de fondo claro. A medio cielo, hacia el noreste, la luna creciente y, sobre el horizonte, un pu-ñado de puntos de luz, algunos alineados y otros más desperdigados: el alumbrado público de J. distante a 40 km. de donde estábamos. ¡Qué panorama y qué situación deliciosos!
No sé cuánto tiempo estuvimos así. Lo cierto es que, en un momento, Basilio se movió poniéndose de costado, con delicadeza me acomodó de espaldas sobre la alfombra, se inclinó sobre mí, me alzó la cabeza con sus manos y con ellas me hizo de almohada. Se desparramó sobre mí cubriéndome con su enorme humanidad, con su calor afiebrado, con su olor varonil, no sé de qué modo lo hizo pero no sentí que me aplastaba su enorme peso (que pasaría de los 100 kilos seguro).
Lo recibí sobre mí abriéndo mis piernas y él se terminó de acomodar. Empezó entonces una sesión de besos profundos dados en silencio, sin palabras, besos tranquilos pero largos y profundos. Nuevamente nos fundimos. Yo no quería que eso terminara nunca, quedarme así por siempre, cubriéndome ese cuerpo de hombre. Tras sacarle la gorra vasca, comencé a acariciarle los cabellos, su espalda ancha y sudada, su carota áspera y curtida. Le tomaba con las palmas de las manos la cara para recibir sus besos: así los disfrutaba el doble.
Fue largo y delicioso ese momento, no miré el reloj así que nunca podré saber con exactitud el tiempo transcurrido.
Así hasta que sin despegarse mucho de mí, se incorporó a medias, me levantó las piernas hasta que mi hoyuelo rebosante de semen quedó a la altura de su pija y, al tacto, esta vez sin ayuda de la mano me la volvió a introducir toda completa, len-tamente pero sin detenerse, simplemente dejándola ir, presionando con el mismo peso de su cuerpo. Esta vez sin prolegómenos, empezó a dármela con lentitud, pero siempre hundiéndomela profundo mientras los besos se repetían, mucho, mucho.
Yo me sentí desvanecer literalmete, lo dejaba hacer, entregándome completa-mente, lo miraba a través de un velo como de borrachera, sin creer a mis ojos: él estaba serio pero con una serenidad increíble en su rostro. Sobre su cabeza, las es-trellas del cenit brillaban y guiñaban su complicidad.
Yo empecé a suspirar y a emitir unos gemidos lastimeros e incontrolables, por-que sentía que estaba, no sé decirlo, muriéndome, algo me estaba aprisionando y no era el cuerpazo de Basilio, sentía que iría a explotar... Basilio se dio cuenta de que yo estaba entrando en una especie de trance, de vez en cuando me estremecía toda la piel un chucho de fiebre, percibió cuánto me relajaba, como si fuera a expirar. Se daba cuenta porque me miraba fijamente y con expresión calmada, solo atinaba a besarme otra vez sin violencia, pero sin dejar de bombeármela.
Como quien dice: “me la estaba dando”.
Cuando vio que entré en una suerte de adormilamiento, supo que ya me había satisfecho totalmente, que yo ya tenía suficiente, entonces aumentó la velocidad de su bombeo para volver a acabar en medio de nuevos espasmos y crispaciones de los músculos de su espalda que sentí en mis dedos porque no lo dejaba de abrazar aunque sentía mi cuerpo sin fuerzas, los sonidos lejanos e irreales, un velo turbio y pegajoso delante de mis ojos, como si mi materia se hubiera licuado y absorbido por el suelo...
Basilio, creo recordar, se quedó buen rato sobre mí y, en algún momento, me la fue retirando muy, pero muy suavemente como para no sacarme abruptamente de mi desvanecimiento. Me parecía que no terminaba nunca de salir aquel vergajo de semental. Ahora pienso y no dejo de admirarme cómo pude recibir dentro de mí toda entera esa enorme pija.
Basilio se incorporó, se sentó con las rodillas flexionadas y me acomodó contra su pecho. Me abrazó acariciándome con los dedos suavemente los pechos.
—Hasta pechos de mujercita tenés, mi amor —me dijo.
Yo tenía la lengua como de trapo, las palabras me salían como balbuceadas en medio de una borrachera o en una modorra de fiebre... no sé qué le dije...
Sus besos en mi cara, mejillas y cuello, sus delicados mordisquitos y succiones a los lóbulos de mis orejas me decían que todo estaba muy bien para él respecto de mí. Sus dedos seguían acariciando en círculos mis pezones los cuales estaban erec-tos y sensibles al punto de producirme verdaderas descargas eléctricas que se irra-diaban en espasmos por todo mi cuerpo...
Repuestos ya, nos retiramos del lugar todavía un poco tambaleantes. Basilio me conducía, un poco enlazándome por la cintura, otro tanto rodeándome los hombros. Me sentí como al resguardo de un ala protectora. Llegamos al camión. Recién en-tonces se me ocurrió mirar el reloj: las once y veinte. Calculé: habremos estado co-giendo desde las nueve y cuarto...
Volvimos al pueblo. Le indiqué mi casa. Y aprovechando que no había transeún-tes en ese momento, nos empezamos a despedir con besos de pasión renovada. No nos queríamos despedir. Pero él tenía que regresar a su chacra.
Me bajé y lo miré alejarse con su camión destartalado. Era el vehículo apropiado para ese hombre. Ese camión era como Basilio: grandote, rústico, pesado pero muy recomendable...
Me duché y me acosté muriéndome de un sueño arrobador. Dormí como si ya nada importara más que dormir...
Decidí no lavar enseguida la remera usada ese día, conservaba el olor recio de Basilio. Olerla me llenaba de excitación...
Para finalizar, solo les pido una cosa: si ven estacionado un camión Dodge 700 azul en alguna calle próxima a mi pieza de alquiler, por favor, dejen pasar un buen rato antes de venir a verme. OK?
Lisy Le Trôle

comentarios a: lisy55@yahoo.com.ar




RECUERDOS DE AQUELLA ESCUELITA RURAL (PARTE 2)

…Y habría mucho más ya que, según Gregorio, unos cuantos la tenían dura pen-sando en mi argollita complaciente...
SEGUIMOS…
Pero, claro, Gregorio tendría el primer lugar. Como que ese mismo lunes, apenas tres días después de nuestra “maratón sexual”, me buscó a la hora en que estaba aguardando mi ómnibus de regreso a casa con la propuesta de llevarme hasta mi casa y darnos ahí la “gran fiesta”.
No sé qué excusa puso en su casa, pero lo había arreglado todo. Y “una gran fiesta” es lo lo hicimos, con cena, música, cervezas, mi lencería femenina especial que lo enardeció hasta lo inimaginable y, en fin, todo el espacio mullido de mi cama hasta la madrugada. Incluso Gregorio, me despertó un par de veces para pedirme, como la denominaba él, una “clavadita de yapa”. Ese hombre enorme y fuerte, era un nene dulce, tierno y mimoso, una mezcla única en los hombres que me enloquece y me enciende como nada más puede hacerlo...

II
Y como lo de Gregorio se repitió, ya en el pinar “nuestro nido de amor” a la salida de la escuela una o dos veces por semana, ya en mi casa los sábados preferentemen-te, se quedó en suspenso la deuda de complacer al resto de los “muchachos” cono-cidos de Gregorio. Pero se la recordé a Gregorio, le propuse no sé, de última que se vinieran al pinar, pero no era muy buena idea. Hasta que las cosas se dieron solas.
En el predio de la escuela había una casita que en otros tiempos servía de vivienda a las maestras que no podían viajar diariamente a sus casas. Tenía el techo en mal estado, pero lo demás todo bien. Entonces, urdimos un “plan” para que todo se faci-litara y pareciera lo menos sospechoso del mundo.
Primero le hablé a la directora de lo cuesta arriba que se me hacía seguir con mi ru-tina de viajar todos los días, los costes del pasaje, los días malos, fríos y de lluvia, las horas entre esperar el ómnibus, viajar, etc., etc. Le hablé de instalarme en la ca-sita desocupada, por qué no, fuera del techo malo, tenía electricidad, y en fin... In-cluso lo del techo...
La directora me dijo que habría que resolver esto y se lo consultó al presidente de la Comisión (Gregorio) y al tesorero (que era uno de los que más deseaba dármela, me enteré también por Gregorio). Se evaluaron costos y no eran muchos, la mano de obra sería de los propios vecinos. Listo. Estaba hecho.
A la semana siguiene, el lunes a la tarde para ser más exactos, diez de aquellos ve-cinos terminaron en un periquete la refacción del techo. El jueves Gregorio trasladó mi mudanza indispensable y me instalé en la vieja casita de maestras. Esa misma noche mi culo fue para él, como derecho y privilegio bien ganado. Actuabamos con suma discresión, la casita estaba bien aislada y resguardada de la vista del camino por mucha vegetación y se encontraba en los fondos del predio escolar.

Había en ese vecindario rural, hombres de todas las edades, estaturas, colores y contexturas: morochos, rubios, fortachones y hombrecitos de bolsillo, gordos y del-gados, pero todos aunados por un factor común: una calentura absoluta y unas ga-nas desesperadas de cogerse mi culo. Siempre cogiendo conchas fofas, privados por pacatería de sus mujeres de unos buenos petes y del culo ¡ni hablar! Entonces yo, putito afeminado con fama (y echate a dormir), era la concresión de sus más puercas fantasías sexuales.
¡Y empezaron a venir todos! Todos los días al anochecer. De a uno, pero hubo oca-sión en que coincidían en “caerme” seguidos hasta cuatro o cinco. Mi argollita tenía cupo para todos. Esperaban cada uno su turno y yo recordaba y me sentía como la putita Eréndira de García Márquez que atendía sexualmente a una caravana de hombres calientes. Lo mismo, lo mismo... ¡Qué placer!
Y lo que más me enloquecía de lujuría era que eran todos hombres rústicos, campe-sinos sufridos, fuertes, con un olor a masculinidad muy fuerte, quemados por el sol, muy velludos y con los testículos llenos de abunndante semen, como cogían poco y sin mayores estímulos de sus mujeres, estaban excitados al máximo.
Recuerdo al primero que se presentó: se los puedo describir como la personificación de Homero Simpson. Tal cual: panzón, calvito, buenote, sombra de barba muy oscu-ra. Para mí el signo de máxima virilidad. Bruto pero tierno para el sexo. Le armé toda una fantasía y por poco eyacula con solo verme. Le noté una comba interesante, apenas lo noté (y eso que no la tenía erecta). Al rato cuando lo hice pasar y sabien-do para qué, la hinchazón levantó su bragueta al límite...
Como digo, le armé una “introducción”, por la cual debió esperar sentadito como un “papi bueno”. En mi habitación, y antes de invitarlo a pasar, me puse una trusita color piel, toda calada y muy ajustada, encima un vaporoso camisolín negro y mis tetitas de pezones rosados resaltaban en el conjunto que favorecía mi piel muy blanca y sedosa.
Le hice pasar, y él entró. Al verme en la cama, con las piernas flexionadas y una ba-lanceandose provocativamente, el camisolín abierto, las tetitas en evidencia... se puso rojo de excitación.
Comenzó a quitarse la ropa atropelladamente sin sacarme los ojos de encima, ojos de enajenado. Se abrió la camisa y su panzota y pecho cubiertos de un mullido vello negro y ensortijado me envolvió en un fuego de deseo urgente. Se desabrochó el cinturón, se liberó de la camisa, y se le notó sobresaliendo el blanco del boxer fuera del pantalón oscuro. Se los bajó y el paquete inflamado era abrumador. Se me vino encima, me chuponeó con espasmos las tetias, me comío la boca mientras embestía contra mi entreprepierna y gruñía como un oso. De golpe se incorporó, se bajó los calzoncillos y tuve ante mí un espectáculo de morir: un equipo formidable, una pija gruesa, carnosa, medianamente larga, en un marco de abundantísimo vello negrísi-mo y unos huevos de toro. El glande se había retraido simplemnte con la erección y estaba rojo y brilloso, resaltando sobre ese fondo de pelos negros.
No me pude contener y salté sobre ese equipo viril de locura. Me apoderé con am-bas manos de él. Con una atrapé la hermosa pija y con la otra me apropié del placer de sostener esos testículos grandes y pesados. Me comí a besos, chupones y len-güetazos esa pija, toda entera, mi lengua exploró la forma del glande afiebrado, con la punta consquileé su agujerito que se abrió como para eyacular. No sé, fue un deli-rio, pero mi argollita me urgía ser penetrada ya, sin perder un segundo. Me arrojé en la cama boca arriba, lancé mis piernas hacia arriba y le entregué la vista de mi culo abierto y latiente. El espejo del ropero que tenía enfrente, un poco en diagonal hacia la izquierda, me devolvía la imagen de un culo de nácar blanco y una argollita enro-jecida de deseo. Fue un segundo y el espejo cambió el cuadro con una espalda os-cura y cuadrada de macho robusto que se instalaba de un salto para entrar en con-tacto. La pija mojada y mi rosquita empapada con crema lubricante se encontraron: dos calores, dos fiebres. La enorme pija se abrió camino hacía mi interior que hervía. Gemí de ganas y él descargó su peso y gimió a su vez con un gruñido ronco como su voz de ultra macho. Estaba desatado y sus embestidas y ronquidos completaban el ardor con los crujidos de la cama que se estremcía ferozmente. Su boca se apo-deró de la mía, me pedía, me preguntaba si me gustaba su pija, eso me hace enlo-quecer y con sus brazotes me tenía contra su cuerpo mientras me daba sin parar. Hasta la descarga de su leche bien dentro de mi cuerpo. Una erupción de semen ardiente cuando yo me sentía en el aire, en éxtasis de placer, con su boca devoran-do la mía, sus dedos recorriendome y aprentándome contra él y mis brazos haciendo lo mismo. Fue la unión sexual perfecta. Ayudaba el que fuera así, rústico y como dije un Homero Simpson de carne y hueso. Adoro los hombres brutos, pero suaves, sen-cillos, tiernos, buenotes. Creo que eso me excita al extremo.
No quería que me extrajera la pija todavía y él me cumplía los deseos con un afán de complacerme realmente encantador, me daba todavía pequeños golpecitos, pero necesitaba descansar.
No más de unos minutos cuando de pronto, como si hubiera recordado algo, explotó de vuelta y empezó un bombeo tan intenso como el primero y una posterior segunn-da descarga de leche. Me lo comí a besos y caricias mientras se desplomaba ex-hausto sobre mi cuerpo. Lo tuve sobre mí y comparé su piel oscura, peluda y áspera de hombre y la mía luminosa, lechosa y lampiña. Me sentí en la gloria de la dicha.
¡Qué maravillosos son los hombres! ¡Y complacerlos sexualmente un placer inefable para mí! No sé, verlos disfrutar hasta el desfallecimiento y ser uno, un putito común el que provoque y permita ese polvazo... ¡Uauuuu! ¡Es una realización!
Mi “Homero Simpson” se acostó a mi lado, me acomodé sobre su brazo, poniéndo-me contra su pecho y recibí las caricias y las palabras de halago y agradecimiento más dulces aunque toscas. Vivir por eso valía la pena.
Como me gusta brindar ternura al hombre que me ha cogido con tanta potencia pero con cuidado y cierta delicadeza, me dediqué a comérmelo a besos y caricias, reco-rriendo toda esa anatomía masculina. Su grueso cuello, sus orejas, su pelo corto, su pecho y vientre velludos, sus hombros anchísimos y musculosos, su rostro tan viril... ¡Uhhhhh! ¡Qué placer tener un hombre así! El se dejó mimar y a su vez empezó a devolverme las caricias y más palabras de amor. Sus dedos buscaban por mi espal-da hasta el canal de mis nalgas y mi argollita muy dilatada y embadurnada de lubri-cante y semen viscoso.
Eso lo volvió a enardecer y se me vino a la carga para echarse dos polvos más.
Despues los abrazos y besos de pie fueron interminables hasta sentir el cansancio del hartazgo. Me había satisfecho tremendamente.
Y el pensar que vendrían otros hombres, todos con la misma calentura, me producía espasmos de placer.

Solo debí esperar 24 horas, el anochecer siguiente. Oi el rumor de una vieja camio-neta y ahí descendía un petiso maduro, dueño de un bulto no menor que mi amante del dái anterior.


BLANCANIEVES TRANSGENERO

Soy lo que se dice en la calle, “una maricota total”, un putito con unas fantasías sexuales que satisfacen a los hombres más experimentados y “bien cogidos”. Por esas cosas de la vida, de a poco esos deseos se me van cumpliendo, en general debo decir que estoy satisfecha, aunque pensé que mis deseos ya habían superado su límite, habían alcanzado su “techo”. Entre las “incumplidas”, me quedaba la fantasía de entregar mi rosquita sedienta a la pija lasciva de un enano (y de paso com-probar si es verdad o no la fama que se les atribuyen) me parecía imposible porque, primero, no conocía a ningún enano, en mi pueblo jamás vi uno. “¿Cómo acceder entonces a uno, dónde y cómo? Es algo imposible”, me decía mientras mis ratones seguían royendo mis pensamientos de marica con vocación de puta insaciable.
Pero una vez más, la vida me ha complacido concretando también este sueño calenturiento. ¡Y con todo, créanme!
Las cosas ocurrieron así: trabajo atendiendo un locutorio en mi pueblo, y una tar-de en que me dirigía a tomar mi turno veo que, en el gran playón que da al parque, frente mismo al local, avenida de por medio, un amuchamiento de camiones y casas rodantes colorinches.
Había llegado al pueblo uno de esos circos ambulantes de medio pelo que tres o cuatro veces al año nos visita. La explanada que comento, es el lugar asignado por la municipalidad para estos trashumantes (circos y parques de diversiones) que reca-lan fortuitamente como golondrinas...
Desde mi puesto podía ver perfectamente el trabajo de descarga de los equipos, la tarea nerviosa del armado de la gran carpa.
De pronto entre los trabajadores ¿qué veo? Dos enanos descargando cajas, ayudando a trasladar grandes piezas de metal y, claro. Ambos vestían sudaderas de trabajo como la de los estibadores del puerto que me calientan tanto.
Naturalmente, me asaltó al punto mi vieja fantasía, aunque sin siquiera permitir-me pensar que se me haría realidad. Tenía conciencia de que era algo bastante difí-cil, por no decir imposible. ¿Solo observarlos de lejos? Nada, no se me ocurría nada más...
Para colmo verlos trabajar a la par de los demás hombres, desarrollando esa fuerza sorprendente me impactó y despertó como nunca mis deseos. Tengo una fija-ción con los tipos de trabajo, fuertes, sufridos, rústicos... No sé, los enanos eran tan hombres como los demás, no “muñequitos” frágiles o destinados a la mera exposi-ción. Nada que ver, éstos eran dos tipos de laburo, ultra viriles, voluntariosos y sin conflictos con su físico. No, señores, no eran enanos de adorno como los de los jar-dines.
Y, no sé, fue una conjunción de fantasías eróticas, verlos a esos muchachos y visualizarme con la imagen de una Blancanieves puta total. Adoraría ser su Blanca-nieves transexual, pensé y me reí para mis adentros.
Juro que no esperé nada. Pero como digo, las cosas se dieron solas, los acon-tecimientos fluyeron espontáneamente y de un modo más rápido de lo que uno pue-da imaginar.
Fíjense que un par de horas después, con la carpa a medio armar, cae al locuto-rio el que quizá se podría considerar el “dueño del circo”, un hombre fortachón y muy campechano y con buen humor y ultra hablador. Lo cual hizo que me cayera muy bien. Realizó una llamada a larga distancia, me trató muy cortésmente, entablamos una charla. Él dijo que qué bueno tener un locutorio cerca y con tan buena atención y yo le devolví el halago diciéndole que qué bueno que haya llegado otra vez un circo al pueblo.
A estas alturas puedo decir que me doy cuenta de un modo intuitivo de los pen-samientos de un hombre cuando me ve y charla conmigo. Este, para alegría mía, era de los que adoran a las mariquitas ultra afeminadas como yo. No sé, hay una actitud distinta, un tono de voz sedoso y caballeroso.
En mi pueblo, y pese a los perjuicios que subsisten como un lastre social, noto y diferencio a los hombres que me ven con indiferencia real de los que en el fondo de su alma desearían recibir de mí una buena mamada y cogerse este culito de película que Dios me dio. Sobre todo lo noto en los viajantes, con quienes tuve fabulosos en-cuentros que se repiten cada vez que vuelven a pasar por estos “pagos”. Aquí tienen a su “putito” que los hace sentirse unos sementales totales.
Pero no quiero salirme del tema. El dueño del circo me dijo que las funciones empezarían la noche del día siguiente. Y que lo tendría seguramente seguido para hablar por teléfono o mandar un fax. Salía y regresó para preguntarme si mi turno era siempre por la tarde. Le respondí que esa semana sí y se fue sonriéndome pica-ronamente.
Y era cierto que lo tendría seguido. Al otro día, horas antes de la primera fun-ción, el circo se levantaba flameante con sus banderitas de colores agitadas por el viento de la tarde y después sus luces encendidas cuando estaba anocheciendo.
Vino e hizo una brevísima llamada. Me pagó y se quedó largo rato charlando conmigo. Me miraba demasiado fijamente y yo me hacía la “nena desentendida” y aprovechaba para coquetear sutilmente y expresarle cuánto me gustaba el ambiente cirquero.
—Fui a muchas funciones, pero nunca vi la “trastienda” de un circo, quiero decir, los ensayos y todo eso —me lancé simulando una timidez de doncella casta.
El hombre pareció alegrarse y me dijo:
—Te esperamos si gustás para compartir nuestra comida de mañana o cuando gustés.
—¡En serio! ¡Fabuloso! Seguro que voy a ir.
Y fui a la primera función, esa misma noche. Mi conocido, el dueño del circo ac-tuaba como plataforma viva de los equilibristas, pues era el que con sus brazos de herrero sostenía las piruetas de tres delgadísimos muchachos que dibujaban pirámi-des humanas y otras formas de equilibrio formidables.
Mis enanos aparecieron en el cuadro siguiente y ¿de qué creen? Pues vestidos de típicos enanos del bosque que secundaban bobamente a la chica ecuyère vestida como la Blancanieves de Disney. Así vestida, se las ingeniaba para mostrarnos sus destrezas sobre el lomo de un caballo muy blanco y con crines larguísimas y casi nacaradas entre arneses dorados y tocados de plumas. El pobre caballito era una verdadero equino travesti.
Volviendo a lo nuestro, la verdad, vestidos de “enanos” de cuento, no me gusta-ron, actuaban hasta con los modos tontos de los enanos de la película de Disney. No eran ellos mismos, ya lo sabía y sabía que los deseaba como hombres reales que eran y no como personajes ridículos de cuentos de hadas.
Desde luego, al día siguiente, fui a visitar el circo a media mañana. El dueño, que se llamaba Conrado, se alegró y me brindó unas atenciones fabulosas. A propó-sito me vestí para resaltar mis formas. Tengo unas caderas anchas y unas nalgas con una forma tan especial que llaman la atención y excitan el instinto sexual de los hombres. Lo sé y lo sé aprovechar con un jean ajustadito y una remerita al cuerpo que expone mi talle afeminado y las montañitas de mis pechitos de nena prepuber.
Conrado me halagó los ojos y se notaba excitado. Me acompañó y recorrimos todo. Hasta llegar a los enanos. Uno de ellos se encontraba soldando una pieza de hierro de lo que colijo era parte de una estructura mayor, no importa, pero verlo des-empeñándose en esa tarea tan masculina me aflojó las piernas. El otro aparecía de debajo de una de las camionetas manchado un poco con grasa y con una llave grande en una mano. Segundo remezón de excitación en mis piernas y una concen-tración de calor y dilatación húmeda en mi argollita. ¡Qué par de machos! Ultra viri-les. ¡Dios!, su forma de caminar a lo macho, sus brazos cortos pero de roble, sus tórax, sus hombros anchos y fuertes. Encima sus braguetas exponían bultos muy marcados, y sus dedos gruesos y el cabello muy cortito. ¡Basta! Un cócktel explosivo para despertar mi excitación.
Me comieron con los ojos y su saludo fue claramente intencional. Yo creo que Conrado les adelantó mi visita, se habló de mí y, en resumen, como se dice: ya es-taba todo cocinado.
Tres hombres deseándome. Se sentía en el aire de felicidad. Las miradas y nue-vamente mis ojos recibieron halagos y percibí que mi cuerpo afeminado los estaba torturando de deseo.
Conrado no perdió tiempo con rodeos. Me dijo:
—Te tenemos ganas. Estamos sin descargar hace mucho. Cuando te vi supe que no te irías a negar a darnos el placer...
El placer sería mío, les dije. No sé describir la alegría que brilló en sus rostros cuando les respondí así. Me sentí de pronto tan valiosa, comprendida y deseada...
Conrado me indicó uno de los trailers y fue generoso con los muchachos a los que ya se les notaba una erección total.
—Atendelos primero a ellos, después paso yo ¿eh, bonita?
—Ok —respondí con la mayor de las sonrisas y disposición.
Uno de los enanos me abrió la puerta y como a una dama me cedió el paso. ¿Es necesario que describa los detalles del interior? Creo que eso no importa, solo que había (lógicamente) una cama cucheta. Pasaron detrás de mí los dos y cerraron la puerta. Tenían los ojos extraviados de excitación, estaban desesperados por tener sexo, me impresionó tanto su deseo sexual.
Empezaron a desvestirse. Los detuve y les propuse un juego. Yo no me sacaría la remerita, pero la levantaría para que vieran primero mis pechitos pequeños pero con aureolas y tetillas rojas. Ellos se estremecieron y se manoseaban sin poder evi-tarlo sus paquetes erectos. Me contoneé toda seria y fui bajándose despacito, des-pacito los jean ajustados, me di vuelta y ellos comprobaron que llevaba una pequeña trucita toda calada, ultra femenina de color negro. No tengo mucho adelante, por suerte, entonces lo que se ve puede ser bien confundido con un monte de venus “tradicional”. Me di vuelta y contoneé mi culito. Eso los desbordó y a la vez se aba-lanzaron sobre mí, sus caras alcanzaban mi culo y los besos que recibí en mis nal-gas no me los dio jamás macho alguno.
Les tocaba el turno a ellos. Me tiré en la cama de abajo adoptando la postura de diva fatal, onda Mae West y me anticipé a la furia con que me harían disfrutar los enanos.
Mis ojos corrían de uno al otro sin querer perder ni un detalle. Bruscamente se quitaron las camisas, sofocados y gruñendo como a punto de infartarse los dos. ¡Y cuando llegó el instante de desprenderse los cinturones, desprender el botón, bajar la cremallera, fui yo quien se sacudí en una oleada de calor y de deseo urgente! Mi argollita se dilató y comenzó a latirme afiebrada, urgida, húmeda...
Los dos usaban bóxer y los dos al mismo tiempo extrajeron sus señores apara-tos de fornicar, unas vergas de sueño. Enormes morcillotes de carne, pesados, los glandes al descubiertos, rojos y brillantes de lubricación, testículos colgantes, bam-boleantes y muy pesados. El olor masculino me llegó, levanté mis caderas, me bajé la trucita apenas hasta el nacimiento de las nalgas, abrí las piernas y les ofrecí la imagen de mi colita depilada, mi argollita inflamada, roja de fiebre. Me pasé el dedo por la zona en un círculo y eso fue como echar combustible a una fogata...
Uno de un salto se apoderó de mi culo y su lengua hizo que chillara de placer como una gata en celo que está siendo servida. El placer era tal que creía morir, no tenía fuerzas, me entregué.
Entretanto, el otro enano sin lugar para comerse mi rosquita, se me vino a la ca-ra ofreciendo esa verga arrobadora. Me la devoré primero con besos y luego con succiones profundas y lengüetazos que lo hacían arquearse de placer. Cuando quise darme cuenta, sentí el dolor inicial en mi rosquita, el otro ya sin poder contenerse me la estaba metiendo con golpecitos de maestro: cortitos pero con la debida presión, hasta tenerla toda enterrada dentro de mi cuerpo. Y empezó a dármela suavemente hasta que sintió que el ensamble era perfecto y el dolor me había pasado. La cama rechinaba escandalosamente, y el otro enano comenzó entonces a besarme de un modo desaforado. Era un hambre sexual que hasta me asustaba. Y las palabras halagadoras de ambos hacia mí, de sueño total...!
El que me la estaba dando no pudo soportar mucho y acabó con una eyacula-ción interminable entre estertores como de agonía.
Y le tocó el turno al otro. Temblaba de ansiedad y su verga convulsionaba en golpes de vergajo. El camino estaba abierto, es decir, totalmente dilatada y lubricada la rosquita. De un golpe la sentí toda entera. Y le tocó el turno al otro atender mis otras zonas erógenas. Su cabeza corría de mi boca a mis pezones mientras el otra aferrado a mis muslos me machacaba y decía las palabras mas lujuriosas que he oído de un hombre en ese estado.
No podía resistirme, el placer era tan abusivo que me dejaba sin fuerzas, no po-día más que gozar y gozar.
Ese intercambio se repitió por cuatro veces. Me cogieron a morir, no se cuanto tiempo trascurrió hasta que agotaron su deseo. Yo solo sé que el relax de mi cuerpo era absoluto y que el olor a semen caliente lo invadía todo y ese vaho sutil pero per-fectamente notorio de la piel de un hombre excitado...
¡Qué dicha! Me rogaron que les concediera ese placer todos los días, a la hora que yo quisiera hasta que se fueran.
Desde luego que dije; ¡Síiii! absolutamente.
No podía más. Conrado comprendió y aceptó tener una “sesión” privada, para él solo apenas me repusiera. Necesité ponerme en cuclillas y desalojar toda ese lecha-da viscosa que vertía de mi argollita como de una fuente...
Me repuse y salía un poco tambaleante. Conrado me acercó a casa con su ca-mioneta. Y el deseo volvió a desatarse nomás llegamos. Me rogó como un niño y a pesar de tener mi cola hecha un desastre, no pude decir que no. Pasamos a mi habi-tación y el desaforo de sexo se repitió esta vez en la versión de un macho de un me-tro ochenta y tantos, cien kilos, brazos y manazas de oso, pero dulzura de niño.
Esa vez prodigué mi colita como nunca imaginé hacerlo. El semen que recibí fue tanto, fueron tantos, los besos, las caricias, los halagos. Tenía inflados ambos pe-chos, los labios igual, y necesité ponerme una toallita protectora.
Como pude, y seguramente me movía la felicidad de haber gozado y hecho go-zar a esos hombres lo que me dio fuerzas para ir a trabajar esa tarde. En realidad debería quedarme en cama y saborear rememorando una y otra vez cada instante de tanta lujuria, cada instante de esa orgía exótica y deliciosa.
Por supuesto, todos los días la historia se repetía. El circo tuvo el suficiente éxito como para quedarse en el pueblo dos semanas...
Todas las veces que lo hicimos a posteriori, me puse el disfraz de Blancanieves que siempre ponía a mi disposición Conrado. Era aun más excitante con ese atuen-do. Imagínenlo: tener a los enanos tan bien dotados en tamaño y potencia sexual, bajo los faldones devorándose mi colita pródiga y siempre insaciable.
En síntesis: cumplí aquel viejo deseo porque fui ¡y vaya que lo fui! toda una Blancanieves transexual, “come-enanos”, puta insaciable, pero feliz, satisfecha y en paz por haber brindado sin mezquindades placer... ¿Qué puedo hacer? Esa es mi vocación...!


Lisy Le Trôle
comentarios a: lisy55@yahoo.com.ar


NOCHE DE LLUVIA, MICRO Y... ¡GARCHA!!

Anochecía y una lluvia constante pero tranquila resaltaba sugesti-vamente la visión de la ciudad, multiplicando por mil en el pavimento mojado los reflejos colorinches y fragmentados de las luces de los au-tomóviles, de los carteles de neón, de las vidrieras...
La Terminal de ómnibus estaba bastante concurrida cuando saqué el boleto de regreso.
Me disponía a recorrer en ómnibus casi 100 kilómetros, de Posadas hasta mi localidad en el interior centro de la provincia.
Faltaban veinte minutos para la salida del micro, así que para matar el tiempo, me dediqué a pasear por toda la terminal con paso lento y la mirada distraída. Mirar las tapas de las revistas del quiosco, apreciar tras los vidrios las artesanías en exposición y venta, subir por la rampa al nivel superior, mirar, mirar... Por fortuna había hombres para mi de-porte favorito: evaluar braguetas...
Cuando volvía al sector de andenes, observé un grupo de señores parados y vestidos con ropa azul de obreros, que me miraban sonrién-dose e intercambiando entre sí comentarios. No hay que tener muchas luces para darse cuenta de que yo era el “objeto” de su atención. Re-cordé entonces lo que me dijera una vez una amiga trolex como yo: “¿qué querés, corazón?, se te notan las plumas a kilómetro y medio. Un arbolito de Navidad gigante en medio de una avenida y en el mes de julio resultaría menos inadvertido que vos”. Además, con mi metro setenta y ocho de estatura, mi cuerpo espigado, mis caderas anchas y mi cola levantada, con aquellos jeans ajustados, llamo todavía más la atención.
Y no lo niego, soy putísimo a más no poder, una monumental mari-ca que avanza por la vida tan inadvertidamente como un ave del paraí-so... Lo sé, lo asumo y, muchachos míos: ¡lo aprovecho...!
Los señores me dirigieron unos silbidos que igualmente podían ser de aprobación sincera o de soterrada burla. Ante la duda, en esos ca-sos, me hago la “nena desentendida”; así que pasé a su lado sin mirar-los como si no me hubiera enterado, pero, eso sí, hecha toda una reina: indiferente y glamorosa...
—Hola —me dijo uno cuando pasé, enseguida repitió el mismo sa-ludo el otro, ambos en un tono bajo y buscón...
¡Uauuuu!! ¡Qué machos totales! Recién entonces los observé: eran cinco y me sorprendió que todos fueran hombres maduros, me atrevo a decir que tres de ellos debían de haber pasado ya la barrera de los 50 y los otros dos andaban por los 40. ¡Papis maduritos, me muero, con lo que me gustan! ¿Qué pensar? No era la clásica provocación burlona de simples muchachones malos que no tienen nada mejor que hacer que molestar a una marica en una calle solitaria...
—Hola —les respondí con una breve sonrisa, pero sin detenerme ni agregar nada más. A los dos segundos escuché a mis espaldas:
—¡Mamita!
No me di vuelta, avancé hacia el micro, sonriendo de complacencia. Me había cansado de caminar sin sentido y además faltaban cinco mi-nutos para la salida.
Ascendí con mi bolso de viaje. Hasta la mitad del micro, todos los asientos estaban ya ocupados, pero hacia el fondo estaban casi todos vacíos. Me ubiqué en un asiento y acomodé mis cosas.
En el momento mismo de ponerse en marcha el ómnibus veo con sorpresa avanzar por el pasillo a los cinco piropeadores, eran los mis-mos, sí, sí... ¡Qué situación!
El que encabezaba la fila al verme se dio vuelta y seguramente diri-gió algún gesto particular a sus compañeros. Al pasar junto a mi asien-to oí: “¡Ayayay, se me está parando, se me está parando!!”
El último de la fila, un tremendo hombrazo onda oso pardo, decidió ocupar el asiento contiguo al mío (pasillo de por medio). Al sentarse, su enorme humanidad desbordó el asiento. Era un tipo morrudo, fe-rozmente varonil con una carota muy curtida pero paradójicamente, con una expresión de niño mimoso y tristón. Su cabeza, con el cabello entrecano cortado casi al ras, resaltaba su forma redonda como una bo-cha, sobre un cuello corto y muy grueso. En fin, tenía toda la estampa del típico boxeador peso pesado.
Los cinco llevaban la misma ropa de trabajo azul marino, serían obreros de alguna empresa, no sé, o mecánicos, algo así. Eran hombres sencillos, de trabajo rudo, como a mi me gustan...
Los que ocuparon los asientos inmediatos, eran apenas un poco me-nos corpachones que mi vecino, pero ninguno de ellos un alfeñique. Fantásticos machos todos. Los describo brevemente: uno era un moro-chote con buena pancita, con unas cejas gruesísimas que se juntaban en el entrecejo y unos bigotazos enormes y negros. Otro era uno de esos rubios rubicundos, diría mejor, pelirrojo, cabellos encrespados cortos y una excitante coronilla calva, redonda, tal que me pareció un monje tonsurado, pero con brazos de herrero. Había otro, también mo-rocho, de baja estatura, sombra oscura de una barba afeitada en su cur-tida cara. Era muy peludo, (un osote para jugar en la cama) realmente muy peludo, tanto que el vello de su pecho se escapaba del cuello abierto de la camisa. Finalmente, el quinto, parecía ser el menor, (pero eso nunca se sabe), era el típico gordito con cara de “buenote” y ojos achinados y dulces. Moreno y retacón con el cabello casi mota.
Noté que mi vecino de asiento me miraba. Me hice la “tontuela”, hacía que buscaba algo en mi bolso de mano. Por el rabillo del ojo lo espiaba...
—¡Qué lluvia! ¿eh? —me dijo, y su voz grave un poco disfónica, pero acariciante me terminó de excitar.
—¡Ah, sí! —dije estúpidamente, sin saber que otra cosa mejor de-cir; pero lo hice ciertamente con voz susurrante a lo Marilyn...
El ómnibus entretanto, fue dejando lentamente la ciudad, entre pa-radas de interminables semáforos y pesadez de momentáneos embote-llamientos...
El guarda controló los boletos y los picó. Al rato, se apagó la luz del interior y el ambiente quedó inmerso en una media luz de sueño rojiza. Ya estábamos en plena ruta, con campos a ambos costados, con alguna que otra casita iluminada, luces lejanas, en fin todo eso que hace tan sugestivo los viajes nocturnos y que me estruja un poco el co-razón...
El viaje se hizo fluido, pero, pensé con un suspiro interior, tenía al-rededor de tres horas de viaje por delante... Tres horas previsiblemente muertas, sosas, interminables, sin paisajes para entretenerse siquiera. Tras los vidrios empañados solo la negrura absoluta de la noche cerra-da. En síntesis, el colmo del tedio... ¡Pero cómo me equivoqué!
Para “entretenerme” me propuse no dejar “enfriarse” aquella onda sexual propicia, entonces contraataqué con un juego de coqueteo sutil dirigido a mi vecino. Encendí mi luz de lectura y actué toda un recorri-do por las páginas de mi agenda. Se me ocurrió abrir un libro, pero lo pensé mejor: si lo hacía caería en mi propia trampa ya que tendría que “leer” obligadamente por largo rato al menos, mientras que un “reco-rrido” fugaz por la agenda era más creíble y, por ende, creíble la excu-sa para encender la luz.
Mientras “hojeaba” y fingía anotar algo, movía mis labios y los en-treabría y me tocaba el cabello de la frente con la punta de los dedos... Cada tanto echaba unos vistazos al ventanal como para ver “dónde es-tábamos”. En realidad era una treta boba pero eficaz: el vidrio reflejaba la figura del hombrazo, tenuamente; pero lo suficiente para notar que su rostro apuntaba hacia mi asiento... El jueguito se volvió delicioso...
Después apagué la luz, incliné el respaldo de mi asiento y se arre-llané como una diosa pagana en su camastro.
No hacía media hora que habíamos dejado la Terminal y yo ardía de deseos, deseaba locamente aquel hombrazo. Mi argollita se volvió un ojal hipersensible, inflamado, caliente... El solo hecho de mover mis caderas hacía que el lógico roce entre sí de mis nalgas fuera un delicio-so estímulo... Pero esto era contraproducente: el deseo iba en aumento y exigía algo más contundente que el roce, mi argollita exigía la con-tundencia de una buena pija... El deseo se volvía un reclamo urgente y me estaba empezando a torturar...
Entonces me quedé así, sin moverme. Mi vecino empezó con un ga-rraspeo, luego otro, luego un ¡mmmm! como de quien duerme y en sueños emite gemidos de placer... Lo miré discretamente: no estaba dormido, todo lo contrario, estaba muy inquieto ¡miránndome!...
Entonces sus compañeros empezaron a levantar la voz desde atrás e intercambiaban bromas, soltando risotadas como si fueran adolescentes en un viaje de excursión. Mi vecino se dio vuelta hacia sus compañe-ros, los miraba, se sonreía y me miraba como si yo compartiera sus chistes... Me gustó definitivamente este papito maduro. A fuerza de sinceridad, debo reconocer que me gustan todos los maduros. En este caso debo decir: todos los maduros que emanaban esa especie de mag-netismo de su virilidad plena. Ese no sé qué de atracción que me sugie-re la imagen de un hombre de rostro curtido, de barba endurecida y rasposa, de hombros gruesos, espaldas anchas, desarrolladas, brazos y pechos velludos y manazas rudas con dedos cortos y muy gruesos... ¡Uauuuu! ¡Esos hombres me enloquecen apenas los veo!
Pero volviendo a lo nuestro: el clima de excitación sexual de aque-llos cinco machotes se sentía en el aire como una vibración eléctrica. Sus palabras subían de tono y mi vecino buscaba en mi rostro algún signo de reacción, favorable o no.
Mientras, el micro avanzaba con un zumbido suave. El hombre que había ocupado el asiento siguiente y posterior al mío, comenzó su “ta-rea” de “ablande”: con las rodillas hacía profundas presiones a mi res-paldo, cosa que las sintiera. Él sabía que yo las sentía. Y vaya que esos roces provocadores causaban el efecto buscado, ya me estaba derri-tiendo como manteca al fuego.
De pronto se inclinó hasta mí y su cara quedó casi junto a la mía. Era el gordito pelirrojo de la calvita de monje tonsurado. Melosamente me dijo:
—Disculpame si te golpeé, esos asientos no fueron hechos para los grandotes, disculpame ¿eh? —y me tocó familiarmente el brazo.
Yo sabía que todo era un “discurso” premeditado, totalmente evi-dente, así que le respondí favoreciendo las cosas, por si era lo que yo presentía:
—Por favor, no es nada.
El aprovechó y la siguió:
—¿Dormías? ¿Te desperté? Disculpame cualquier cosa...
—No dormía, en serio, no fue ninguna molestia. No te preocupés.
Él se me quedó mirando por un par de segundos, serio y con una expresión del que está por decir algo. Enseguida continuó:
—Sin luz y con el ruido del motor y la lluvia está bueno para dor-mir ¿eh?
Entonces mi vecino de asiento lateral, contraatacó:
—Más que dormir está bueno para mandarse una buena culeada...
Sus palabras, así toscas pero cargadas de altísima calentura, me causaron un repeluzno, enseguida fue una calorada que me envolvió como un golpe inesperado... Fue un golpe bajo a mi líbido. ¿Qué quie-ren que haga? ¡Soy tan puta!
Los demás festejaron su comentario entre risotadas. El “diálogo” estaba logrado.
—La pucha —dijo el pelirrojo sin dejar de mirarme —la verdad que tiene razón acá mi compañero, no hay nada mejor que coger en una noche así... ¿qué decís?
Yo sonreí pícaramente como diciendo: “OK, comprendido”, pero no dije ni “mu”. Volvió a sentarse, pero la cosa estaba hecha. Mi “ve-cino” del asiento lateral, estaba realmente encendido, se movía nervio-so... Me preguntó hasta dónde viajaba, se lo dije. Ellos viajaban hasta el último pueblo, donde terminaba la línea, es decir casi cien kilóme-tros de donde yo descendería. El pelirrojo se volvió a inclinar “intere-sado” por nuestro diálogo y no quitaba sus ojos de los míos. Me dio un poco de incomodidad, pero me dije para mis adentros que qué más po-día desear, me estaban cortejando o algo así y la sensación era delicio-sa. Repito, todo estaba hecho, solo esperaba que no nos quedáramos solo en eso. ¡Sería terrible!
Pero no. Esto fue la “puesta en escena”; el “espectáculo” en sí co-menzó más adelante y de este modo:
Kilómetros hechos, llegamos al primer pueblo y descendieron unos cuantos pasajeros, en el siguiente otros más. Hubo allí una parada de diez minutos. Para entonces mis vecinos de asiento se reacomodaron en los asientos a mi alrededor para “darme charla”.
Aprovechando la parada, decidí caminar un poco y bajé a comprar unos caramelos de menta. Comprobé que el micro estaba prácticamen-te vacío. Los hombres bajaron también para fumar pero no dejaban de mirarme y sonreirme. Estaban inquietos. La lluvia se volvía más inten-sa.
Al cabo, volvimos a nuestros asientos y el micro reanudó su mar-cha. Los hombres no disimulaban a esas alturas su avidez de sexo.
Todo favorecía la sensualidad: la oscuridad del micro, el micro casi sin pasajeros, la lluvia intensa y los muchos kilómetros hasta el próxi-mo pueblo, no habrían paradas muy próximas, y todo el pasaje que se mantendría como “aplacada”, durmiendo o quietos en sus asientos...
La lluvia arreciaba y la marcha del ómnibus se volvía más lenta y prudente: el viaje se prolongaría por mayor tiempo del normal...
Mi vecino tomó la iniciativa decisiva y me dijo:
—¿Me permitís que me siente ahí con vos?, vamos a charlar mejor ¿eh?
Yo sabía hacia donde íbamos con la “charla” y, desde luego, me moría de ganas de que los hechos se desencadenaran de una buena vez, estaba al rojo vivo por la excitación... Todos aquellos hombres eran deseables y todos me buscaban de un modo realmente delicado...
—Claro —le respondí y me corrí al asiento contra la ventanilla, sentí la vibración de las ráfagas de lluvia contra el vidrio.
El hombrazo se encastró en el asiento. Su calor y su olor me llega-ron. No sé cómo definir el olor a hombre, pero es embriagante...
Su voz ronca, rasposa adquirió un tono dulce y suave.
—¿Estás bien? —me preguntó.
—Perfectamente —respondí con un sonrisa.
Dudó un poco, pero se largó:
—¿Estás saliendo con alguien?
—No.
—¡Qué suerte!
—¿Por qué? —pregunté a propósito para darle pie.
—¿Te gustaría estar con alguien?
—Depende de quien sea...
Se le iluminó la cara y sonrió plenamente:
—¿Te gusta un tipo como yo?
Me subió un calor a la cara y me comenzaron a temblar las manos. Encima el pelirrojo estaba atento a semejante diálogo. Me animé:
—Si, ¿por qué no?
—¡Uhhh, qué bueno! Estoy caliente como un perro por vos, me gustás... ¿En serio te gusto?
—Sí —susurré.
—¿Y nosotros, te vamos o sólo éste? —intervino el pelirrojo con un tono de reclamo.
¡Mi oportunidad de gozarla a pleno! Le respondí:
—Me van todos...
—¡Qué bueno! ¡Así hay que ser! ¿Querés estar con nosotros?
—¿Con los cinco?
—Y... sí. Estamos calientes, no damos más, no te imaginás... dale, linda, aceptá...
—Sí, acepto.
Se oyó una exclamación como la que sigue a un gol del equipo pre-ferido.
Me sentí en la gloria. Hacía mucho que no estaba con un hombre y ¡de golpe tenía cinco a mi disposición! La excitación me urgía. Claro que habría fiesta...
—Vamos al último asiento —me dijo el papi que se sentó junto a mí.
—¿Y el guarda? —alerté.
—Difícil que venga ¿para qué?, todos los pasajeros duermen, pero por las dudas acá los muchachos lo van a entretener si llega a venir y nos van a avisar... ¿vas a ser mi nenita entonces?
—Sí —respondí sintiéndome marchitar por el halago.
—Vas a ver cómo te voy a hacer gozar...
Se levantó y dijo por lo bajo a sus compañeros:
—Cuiden al guarda. Voy yo primero...
Me levanté y lancé hacia adelante una mirada especuladora. El óm-nibus era muy largo y la cabina del conductor donde también se halla-ba el guarda estaba separada por algo así como una mampara o tabique y la puerta estaba cerrada, el baño quedaba junto a la escalera de la puerta lateral del micro a mitad de los asientos, había un profundo si-lencio de sueño, la mayoría de los pasajeros dormía...
Tomé mi bolsito y caminé los pocos pasos hasta el último asiento, me temblaban las piernas de tanto deseo, el corazón me latía furioso pregustando el placer que se vería multiplicado por cinco pijas distin-tas y una detrás de otra ¡Uauuu!
—¡Eh, Pancho, no demores demasiado que acá quedamos todos con la pija dura como una piedra! —dijo el pelirrojo al borde de las ganas.
—Sí, ya sé, no jodás, ya te va a tocar.
—No más de diez minutos ¿eh?, no te avivés que todos queremos —advirtió el gordo.
Yo no hablaba, me sentía en el cielo, convertida en la misma diosa Venus en formato transexual.
Indirectamente me enteré de que mi “grandote” tenía por apodo Pancho. Justo para mi gusto, como que me calientan esos apodos po-pulares (Pancho, Tito, Coco, etc.). Pues Pancho, quien me seguía, aca-riciándome fogosamente las nalgas con su manaza rústica, al llegar al anteúltimo asiento me dijo:
—Esperá, linda, voy a arreglar el asiento para pasarla bomba.
Y con su fuerza de oso, rápidamente inclinó al máximo los dos asientos anteúltimos y levantó ambos apoyabrazos. Hecho esto, me in-vitó a sentarme, se dio vuelta, me tomó la mano y me la condujo dere-chito a su entrepierna.
—Mirá cómo está mi palo. Acaricialo, linda.
Yo acaricié esa protuberancia caliente.
—¡Ahhhh! —gimió él— ¡Qué rico! ¿Me la querés mamar un poqui-to?
—Sí, papito —le respondí temblando de ganas.
—¡Ay, qué bueno! ¡No sabés cómo me gusta que me la mamen!
Entonces comencé mi tarea, gozando de la ceremonia lentamente, disfrutando de ese indiscriptible placer que implica el descubrir el con-tenido del “paquete” de un papito.
Les cuento que este es un momento único, fantástico, imposible de describir con palabras, de tremenda espectativa y excitación que co-mienza en el mismo momento de empezar a bajar la cremallera o desa-botanar la bragueta, hasta tener entre los dedos y ver finalmente qué hay, cuánto hay y de qué forma, color, bajo la comba de un pantalón de hombre...
Pancho se soltó el cinturón, yo hice el resto. Con dedos nerviosos y conteniendo la ansiedad, desabroché el primer botón, enseguida el se-gundo, y ya entreveía el blanco de sus boxers. Acaricié la panza re-donda de mi hombre cubierta de vello ensortijado. Llevaba pantalones holgados los cuales cayeron fácilmente: un calor afiebrado y un olor inequívoco de macho en celo me hicieron estremecer de satisfacción.
Siempre lo hago así, si el hombre no lleva slips, y en cambio usa esos boxers con abertura, me gusta introducir despacito, despacito mis dedos en búsqueda del pepón y sacarlo con delicadeza como para dis-frutarlo gradualmente.
Por suerte la luz, aunque escasa, era suficiente para que distinguiera las “piezas” del equipo con las que jugaría traviesamente. De tal forma pude comprobar que tenía entre mis dedos una verga jefe como a mí me gustan. No era una pija demasiada larga, pero si gruesa, rugosa y pulposa. El prepucio se corrió totalmente hasta dejar un glande romo, enorme, redondo. Entonces creo que puedo confirmar mi teoría de que viendo la forma de la cabeza del hombre, se puede concluir la forma de su glande, pues se corresponden. Mi oso tenía cabeza bocha y así era su glande.
Se la recorrí con la punta de la lengua y de una, le dediqué una suc-ción desesperada. Sus gemidos ahogados me llegaban pese al rumor del motor. Los movimientos del micro no impedían mi tarea, al contra-rio, la favorecían.
—¡Ay, así, así, así me gusta! ¡Ahhh, qué bueno, qué bueno!
Y me acariciaba los cabellos y yo allí como una ventosa adherida al miembro, contoneando mi cuello: me lo estaba devorando de todas las formas posibles.
De pronto Pancho me levantó con suavidad y en la deliciosa oscuri-dad sentí a mi vez, su bocaza era una ventosa hambrienta y dulce en la mía. Su beso fue espectacular, interminable, profundo, sentí su aliento a tabaco y no me pareció desagradable, al contrario, ultra viril. Me en-tregué definitivamente con ese beso, más cuando sus dedazos corrieron por mi espalda y se metieron bajo mi pantalón buscando mis nalgas. Pancho tembló de pies a cabeza.
—Bajate un poco el pantalón, te la quiero poner, no doy más. Vas a ver que lindo vas a sentirte, te voy a calmar esa fiebre que tenés, te voy a llenar con mi leche este culito lindo que tenés ¿sí?...
Me descubrí solo las nalgas, bajándome lo necesario los jeans. Le pedí un segundo y medio a tientas busqué mi nececer en mi bolsito. Lo encontré, saqué mi crema lubricante. Me puse en cuclillas, embadurné mis dedos con ella y me la coloqué. Mis dedos se encontraron conque mi argolla estaba ferozmente dilatada e inflamada, con gruesos bordes como de labios sedientos. El contacto frío de la crema en semejante fiebre me produjo un respingo. Posiblemente no hiciera falta el lubri-cante porque mi rosca estaba predispuesta a engullirse un camión, no obstante nunca viene mal lograr una mayor lubricidad.
Pancho se bajó los calzoncillos y pantalones hasta las rodillas.
—¿Cómo me pongo? —le pregunté.
—Acostate en el asiento.
—No vas a entrar —observé.
No sé cómo pero el gigantón logró apretadamente caber de rodillas (o algo así) entre el asiento y el respaldo del siguiente. La postura era incómoda pero cuando uno está al rojo vivo no hay incomodidades que valgan. Abrí mis piernas para recibirlo, él me las levantó y se acomodó entre ellas. Apoyé mis pies en los cabezales de los asientos de adelan-te. Y el oso se me vino encima con besos y palabras de excitación in-contenibles. Sus boca devoraba la mía y sus dedazos buscaban temblo-rosos mi argolla. Sentía sus yemas ásperas hasta que de pronto en un envión sentí algo más suave y caliente. Fue una breve presión y un se-gundo golpe bastó para que despacio, despacio, todo ese miembro, grueso y venoso se hundiera dentro mío.
Pancho tenía una nalgas enormes y pesadas, entonces con el simple hecho de descargarse sobre mi, podía penetrarme profundo. Con mis manos comprobé que su pija estaba toda adentro, sus enormes testícu-los hacían de tope. Una maraña de vello me hacía cosquillas en los bordes mismos de mi argolla. Como mantengo siempre mi colita depi-ladita, tengo un sensibilidad enorme en esa zona, sobre todo al roce del vello de los genitales del hombre. Acaricié esos huevos de semental y Pancho empezó a embestir entre gemidos ahogados de placer. Lo que más me transportaba al éxtasis, eran sus besos incesantes y bien dados. Me abandoné a la deriva de ese goce inefable. Mi boca y mi colita se veían invadidas de total placer. Le tomaba con ambas manos el rostro, disfrutando al tacto de esa piel curtida, áspera, masculina a la enésima potencia, recorría con mis dedos sus cabellos gruesos, jugueteando con ellos, besaba su cuello grueso y musculoso de buey, su espalda de co-loso. Mientras sus embestidas se aceleraban, sus gemidos desaforados subían de volumen...
Se acercó uno, concretamente el pelirrojo, y su voz resonó alienada de calentura:
—¡La puta cómo le estás mandando bola, desgraciado! ¡Dale, ter-miná de una vez, que no doy más!
—¡Ya va, ya va!— contestó entrecortadamente, con la agitación ló-gica de la situación y sin dejar de machacármela.
Dado la espera urgida de los demás me dijo:
—Me mando ya ¿eh, mi reina? Los muchachos no dan más... ¿Que-rés sentir mi leche calentita? Ya te la voy a dar...
Aceleró sus bombazos hasta que sentí la tensión abrupta de todos sus músculos como para dar un gran salto, los gemidos fueron de ago-nía y una inundación caliente entre feroces embestidas hicieron que me aferrara, en un abrazo de naufrago, a ese cuerpazo caliente y embria-gante, como para recibirlo más allá del río de su semen caliente y por lo visto muy abundante...
Cuando terminó su descarga feroz, se quedó sobre mí como sin vi-da, con su enorme peso y todo su miembro duro dentro mío, con sus pesados testículos en reposo sobre el nacimiento de mis nalgas. La sensación de ese abrazo íntimo no la puedo describir, es algo inefable, hay que vivirla. Se repuso y sus besos enloquecidos, fueron como la culminación perfecta con que quiso demostrarme su gratitud.
—¡Lástima que no estemos solos! Tengo ganas de dártela otra vez, toda la noche ¡Me jode saber que los otros te van a gozar también!
Me enternecieron sus palabras. Le dije a modo de consuelo:
—Lo importante es que nos conocimos. Ya podremos estar a solas todo el tiempo del mundo y en un lugar más apropiado. Demasiado bien lo pasamos teniendo en cuenta dónde estamos ¿no te parece?
Extrajo su miembro suavemente y cuando terminó de salir su grue-so glande sentí más que escuché un ¡plock! como de descorche. La ca-bezota arrastró consigo bastante del semen y éste se deslizó por toda mi argolla de modo que me la dejó como un lodazal, pero esto favore-cía todavía más la lubricación...
Con un ultimo beso se retiró. Yo ni siquiera modifiqué mi postura y ya estaba ahí jadeante el pelirrojo, se desprendió el cinturón, se bajó juntos pantalones y calzoncillos y vislumbré una sombra fantástica. Era una pija no mayor ni más gruesa que la de Pancho, pero tenía una forma agradable, pesada y un poco curvada hacia la derecha. La pija latía en saltitos de afiebrado deseo.
—¡Mirá que salchichón te vas a comer! —dijo fuera de sí el pelirro-jo. Y se acomodó. Su pija parecía tener ojos propios porque al inclinar-se la cabeza ya superaba la puerta y se metía con total facilidad hasta el fondo.
Mi pasión recrudeció cuando lo sentí todo entero dentro mío y mis dedos acariciaron los apretados rulos y se encontraron con la coronilla calva. Este cogía con desesperación y sus besos eran igualmente apa-sionados a los del anterior.
—¿Te gusta mi pija? ¿Estás disfrutando? ¿Te gusta que te la dé así, mi amor? Tenés un culito de puta madre ¿sabés? La estoy gozando como nunca.
Yo moría con sus palabras y él seguía con su discurso de excita-ción:
—¿Te gusta mi pija más que la de Pancho? ¿Verdad que te gusta más la mía? Tengo los huevos llenos de leche te voy a hacer rebosar.
Me la dio fabulosamente sin quitarla ni un segundo. Estaba muy ur-gido y se vendría en cualquier momento, por eso, cada tanto, detenía su bombeo y se quedaba quieto. Reiniciaba la garcha con deliciosos besos muy profundos y preguntándome a cada rato si estaba yo bien y si me gustaba y si la estaba disfrutando como él. Le respondía con un “¡síííí!” muy feliz y le devolvía los besos con todo mi dulzura y pa-sión...
Ya los reclamos le llegaron de los que esperaban su turno, tal como lo hiciera él cuando Pancho me la estaba dando. La siguió un poco más y se desbarrancó ferozmente. Su orgasmo fue quizá más explosivo que el de su antecesor y tenía razón, vaya que aquellos huevos tenían leche para hacerme rebozar...
Si fuera él solo la podríamos seguir disfrutando (como se lo dije a Pancho), pero el siguiente ya estaba ahí mismo, urgido y deseando to-mar sin demoras su turno. Además, los minutos corrían.
—¡Dale, dale, colorado, que me voy a acabar encima, estoy a punto, terminá, terminá!
Y como digo, el pelirrojo se vino como un río en avalancha entre gemidos descontrolados y sacudidas de electrocutado...
Antes de que pasara el morocho, dije que debería ir al baño a “des-alojar” algo de todo aquel “lechaje” que 0mi colita no podía ya conte-ner...
—¡No, no, dejá así nomás que no aguanto —dijo el morocho—, fal-ta que se enciendan las luces y yo me tenga que quedar con las ganas!
Y se me vino encima, iniciando su “sesión” con un beso goloso y desesperado, luego me succionó el cuello y bajó con chupones de so-papa hasta mis pechos, me levantó la remera y me succionó y lengüe-teó los pezones. Me electricé literalmente, vibré por los repeluznos y me quedé como si hubiera sufrido un golpe en la cabeza.
El morochote se bajó los pantalones, vi y palpé una pija simpática y sabrosa: tampoco larga, bien proporcionada, y con un espectacular glande. Me encantó también esta pija. Me la ensartó de una y hasta el fondo, se quedó inmóvil por dos o tres segundos, apoyando su frente contra la mía, me volvió a besar con un desenfreno sorprendente y em-pezó su trabajo.
Se percibía increíblemente el olor del semen caliente en el aire. ¿No lo irían a sentir los pasajeros? Me despreocupé, de todos modos, los otros se ocuparían de salvar la situación...
Mi morocho cogía de un modo que me llamó la atención y me gustó sobremanera. Daba tres o cuatro golpes muy largos y rápidos, retirando la pija hasta casi quitarla y volviendo a mandármela contundentemente hasta el fondo. En la quinta arremetida, con la pija bien metida, me im-primía unos golpecitos cortísimos, con el peso de su cuerpo. Eran unos deliciosos empujoncitos, uno, dos, tres, que parecían intentar adentrar todavía más en mi cuerpo su miembro. Original la forma de garchar, no me lo habían hecho nunca de ese modo...
Al tiempo debido, se vino divinamente, gimiendo como un niño consentido, besándome delicada y cariñosamente el cuello a la altura del lóbulo de mi oreja izquierda.
Se preparaban los dos últimos. Entonces, pedí disculpas, pero nece-sitaba “hacer lugar”, tenía la colita rebosante y toda enchastrada de semen, era algo alevoso. No podría bajar al baño en semejante estado ¿qué hacer? Se me ocurrió improvisar una toallita absorbente doblando bastante papel higiénico y dándole forma de cono. Me puse de cucli-llas y un chorro de semen se desbordó de mi rosquita totalmente dila-tada como el contenido de un cántaro inclinado. Me quedé con la ca-beza gacha, relajándome y esperando que se escurriera lo más posible el viscoso fluido, producto de la triple “inyección” recibida.
Era increíble, me habían dado con todo, no podía tenerme en pie, sin embargo, tenía ganas urgentes de que me sirvieran los dos que fal-taban. Estaba evidentemente desatada y alienada como una perra alza-da...
No podíamos perder mucho tiempo: en quince o veinte minutos lle-garíamos a la siguiente parada. En fin, vuelta a la acción. Le tocaba el turno al gordito. Se dio cuenta que no entraría entre respaldo y asiento, así que tras bajarse los pantalones y calzoncillos, se sentó él y pude ver su también gordito pepón bien firme y sus extraordinarios testículos. Le dediqué a su pija, con renovadas energías y gula, unos petes magis-trales. El gordito, que se llamaba Aníbal, se removía en el asiento y ahogaba sus gemidos y sus manos corrían por mis cabellos acaricián-domelos. Mi boca era una ventosa enloquecida y eso le provocaba hondos repeluznos archi placenteros.
Después se vino la etapa de dármela. Primero quiso hacer un reco-rrido con sus dedazos por el área de mi rosquita. Al tacto, la sintió hin-chada, abierta y viscosa y eso lo precipitó al paroxismo total. Así ser-vida de semen como la tenía, en un arrebato de feroz apasionamiento, metió su boca entre mis nalgas y su lengua me devolvió las atenciones que mi boca tuvo apenas un minuto antes con su pene y con la misma energía.
Aplacado su arrebato, me dio vuelta hacia él y me inclinó para co-merme a besos. Después me indicó que me sentara sobre su “mástil”. Me puse de cuclillas sobre sus piernotas, me bajé suavemente, y el “mástil” terriblemente hinchado se me fue todo entero, bien adentro. Entonces, entre besos ininterrumpidos, me la fue dando con golpes rá-pidos hacia arriba. Me tomaba por las caderas para apretarme contra sus muslos muy fuerte. Esto al parecer lo enardecía todavía más, des-pués viendo que yo no podía mantener mi equilibrio en esa “cabalga-ta”, levantaba sus fuertes brazos y con ellos me envolvía para soste-nerme por la cintura. Su ritmo de bombeo era desesperado, pero hacía algunas pausas (era cuando me tomaba de las caderas como querién-dome “ensartar” más de lo que ya estaba). Es más, un par de veces su ardor era tal que se levantaba llevándome junto y me la daba de pie, se lo permitía su enorme fuerza de luchador de sumo. Lo sentí tan calien-te y descontrolado de pasión que hasta temí que le fallara el corazón por el tremendo esfuerzo que le ponía a su labor. Resoplaba como una locomotora y gemía roncamente como un oso. Cuando empezaron los disparos de su eyaculación, creí que le daba un ataque. Se levantó a medias, me sentí de golpe aprisionada entre el respaldo y su cuerpo y con cada bombazo de descarga su cabeza se sacudía para adelante y para atrás como en una crisis de epilepsia. Los gemidos eran tremen-dos, tal que me dije “acá se entera todo el pasaje y se arma el lío”. Después se desplomó conmigo encima y se quedó un buen rato como un trapo, no obstante sentía sus caricias lentas como si no quisiera de-jar mis nalgas, caderas, espalda sin recibir las más tiernas caricias. Cuando se recuperó, me tomó con las dos manos la cara, me acercó a su boca y me brindó los besos de sopapa más tiernos y apasionados a la vez que me dieran. Eran distintos, no sé bien qué tenían de particular a los que recibí anteriormente. Después me dijo:
—¿La disfrutaste?
—¡Sí, mucho! —le respondí.
—¿Estás bien?
—¡Mejor, imposible!
—¡Ah, qué bueno! ¡Nunca cogí de ese modo, así nunca, creo que casi me explotaron los huevos cuando acabé! ¡Uhhhhhh, qué cogida! ¿Qué decís?
—¡Fue una cogida bárbara!
—¿En serio te gustó cómo te la di?
—Mucho, nadie me la hizo con tanto ardor.
—¡Uhhhhh! ¡Me quedo ancho con lo que me decís!
Y no le mentía y también comprendía que lo particular era la ternu-ra de ese oso tan grandote como cariñoso.
Mi adrenalina estaba al máximo, me sentía en medio de una borra-chera cargada de frenesí e inconsciencia. Faltaba el último, quien no esperó a que lo llamaran dos veces.
Este era tan ardiente como sus antecesores y de esos que cogen con-toneando las caderas, cosa que produce sensaciones prácticamente in-soportables de vertiginoso placer. Esos meneos hacen que todos los rincones del culo sientan el roce de la pija en acción. Yo la llamo “ac-ción de pija exploratoria” y es tan intensa que me aflojan los músculos de las piernas y no puedo casi tenerme. Forma ideal para hacerla de pie y tomándose de algo firme dados los embates. Para hacerlo bien, se debe cuidar de tener la colita bien lubricada y trabajada.
En este caso me había puesto a gatas, desvergonzadamente, en me-dio del pasillo y él de rodillas tenía toda la libertad de movimientos pa-ra concretar esa verdadera culeada acrobática. Fue la que más nos llevó al borde del riesgo de que nos descubrieran.
Después de jugar bastante al “pistón explorador”, se fue tranquili-zando. Entonces, se acomodó para ensamblar su cuerpo a mi espalda. Me tomó en un abrazo íntimo y sin despegarse empezó un bombeo a “medio acelerador” acompañado por besos en mi cuello, orejas, meji-llas, palabras de estímulo, así hasta la explosión que me anticipó con un ahogado anunció:
—¡Ahí viene, ahí viene, ahí está, sentí cuanta leche te estoy metien-do! ¡Uggggg!
Me dejó sin aliento y sin fuerzas para incorporarme, tal que necesité su ayuda para hacerlo y ponerme en cuclillas y tomar mi bolsito en búsqueda del auxilio del papel higiénico.
Estábamos próximos a llegar a mi pueblo, calculo que faltarían no más de diez minutos. Increíble, había cumplido con los cinco hombres sobre el límite del tiempo, como hecho al cronómetro. Tuve el tiempo justo para limpiarme apenas lo suficiente como para no manchar mis jeans, antes de levantármelos. Mi bombachita (que llevo en secreto) estaría empapada de semen, pero qué hacer... Por las dudas, me colo-qué una nueva barrera del mismo papel que evitara filtraciones.
Mi último amante me acompañó con delicadeza hasta mi asiento. Me dejé caer como una bolsa y me dejé estar para recuperar un poco las fuerzas con los ojos cerrados. Los cinco me rodearon:
—¿Estás bien? —preguntó alguno.
—Sí, sí. Sólo necesito recuperarme, enseguida tengo que bajarme.
—¿Necesitás algo? —agregó otro.
—No, no, gracias...
—Che, linda, te agradecemos en serio tu buena onda —me dijo el pelirrojo.
—No es nada, yo la pasé increíblemente —respondí con una enor-me sonrisa.
—Sería lindo seguirla, pero, claro, con calma y en un lugar más adecuado ¿qué decís? ¿No tenés problemas que te visitemos prontito?
—No, sería un placer...
Y les pasé mi teléfono para no perder el contacto.
El pelirrojo tomó nota en su libreta y la volvió a guardar en el bolsi-llo de su camisa.
—Que no se te pierda ¿eh? —le advirtió el gordido tierno— Des-pués cada uno anota el número por su lado.
Antes de que se encendieran las luces del interior del micro y entre los ramalazos del alumbrado de las calles de mi pueblo, yendo rumbo a la terminal, me fui despidiendo de los cinco.
Por separado, cada uno de ellos fue pasando por mi asiento y di-ciéndome “hasta prontito” de modo particular, con un beso, con cari-cias y comentarios con respecto a lo que vivimos, palabras que me guardé como si fueran monedas de oro. Eran un buen puñado de frases de agradecimiento, halagos y sobre todo promesas muy excitantes para cuando los recibiera a los cinco juntos o por separado en mi casa muy pronto.
Llegué a mi casa con las piernas flojas, un poco tambaleando, toda-vía volando y me dije en voz alta, arrojando el bolso y las llaves sobre el sofá: “¡Ay, mi querida rosquita, qué culeada nos dimos hoy! ¡Un sueño total! ¡Y pensar que este viaje pintaba inevitablemenete largo y aburrido! ¡A la ducha, nena, que hoy te la comiste como nunca! ¡Uau-uuu!

Lisy Le Trôle
comentarios a: lisy55@yahoo.com.ar



COGIENDO CON PAPA NOEL

Por estas latitudes, un poco hacia el sur de la línea de Capri-cornio, las Fiestas de fin de año son decididamente calurosas. Nada de copos de nieve ni patinar en lagos helados. Nada de Navidades blancas. ¡Calidez atmosférica y de la otra, señores!
Lo que SI es igual, sea en New York, París o Madrid, por gra-cia de la bendita globalización, es el desquiciamiento de la gente por comprar y, por ende, la aglomeración de personas en los centros comerciales. Los días previos a la Navidad, un caos.
Y allí me encontraba yo, en un Centro comercial atestado de personas que se entrecruzaban con bolsas de compras, apura-das, atolondradas, atropelladas como ganado en un corral apre-tado. En medio del gentío, yo con mi presencia de mariquita ultra afeminada, ultra mujer, tan inadvertida como un globo aerostático multicolor en una catedral, moviendo el culo al caminar y mirando esto y lo otro con cara de nena tontuela al estilo Marilyn... Tengo un cuerpo delgado, muy espigado que sugiere formas estilizadas de top model de alta pasarela. Ropa ajustada, un culito de lo más femenino y unas tetitas en forma de conitos como duraznos turgentes. ¡Imagínense tamaño puti-to!
Y hete aquí, que de golpe, y al descuido, levanto la cara de una mesa de saldos y me encuentro con la mirada sonriente y ultra bonachona de un papuchote mayor, que aún sin disfraz era el vivo retrato del modelo convencional de Papá Nöel. Sus ojos celestes, de abuelote regalòn, rubicundo, panzón, los cabellos muy cortos y ensortijados de un agradable color caramelo ru-bio, casi pelirrojo. Igual su barba corta y bien arreglada. No, no, que sólo le faltaba el traje rojo y los detalles de visón blan-co para serlo.
Nadie más perfecto para caracterizar a Papá Nöel; pero nada que ver. Era solamente un señor como los miles que andaba de compras. ¿Cuánto tiempo me miraba hasta que advertí sus ojos clavados en mi putísima persona?
No importa eso. Importa el que me mirara a mí, derecho a mis ojos con aquella sonrisa significativa. No demos rodeos: uno se da cuenta cuando alguien nos mira con deseo sexual ¿o no? Pues este tenía esa expresión inequívoca y muy intensa, por cierto.
Le hice un ademán de duquesa, ladeando la cabeza con una sonrisa dulcísima como para decirle: “¡Hola, vamos sigue ade-lante!” Pero como no soy una mariquita regalada y tengo mi dignidad de “señora”, me hice la desentendida y entre mirar esto y lo otro, me lancé andando lentamente a la zona de los toilletes.
Me puse innecesariamente a lavarme las manos, con toda par-simonia y ¿que creen? Al minuto, allí estaba mi abuelote, mi Papá Nöel, a mis espaldas. El espejo delató su entrada sin ne-cesidad de darme vuelta. Se me acercó por detrás, lógico. Me dijo “¡Hola!” y yo le respondí “¡Hola!” del modo más afemi-nado posible... El papuchote se puso serio, como si dudara en lanzarse, pero lo hizo:
—¿Estás sin compañía? —me preguntó.
—¡Y, ya lo ve! —suspiré más que dije.
—Pero no querés seguir sin compañía ¿o sí?
—¡Y no! Estas Fiestas sin nadie que te acompañe... —respondí exagerando el tono de melodrama barato.
—¿Entonces ni acá ni afuera tenés a alguien que te dé los gus-tos?
—No.
—Imposible que no tengas pareja.
—Es verdad, no tengo a nadie...
—Pues... me alegro. Sos tan... me gustaste mucho —se lanzó el abuelo.
Y se lanzó en serio porque una mano enorme se apoderó de mis nalgas y los dedazos recorrieron a gusto sus formas.
—Quiero esta colita. Estoy en celo como un toro —me dijo el abuelo regordete, el Papá Nöel de las ilustraciones de los vie-jos libros infantiles y de las viejas tarjetas navideñas...
Nadie más en el toillete, y me arriesgué a, sin darme vuelta, atrapar con mi mano buscona la entrepierna del papuchón. Y me encontré un paquetazo que me sorprendió gratamente y percibí el inicio de una erección urgente... me estremecí y me recorrió un escalofrío y luego una calorada fatal. Me conozco: soy un putito muy, pero muy vicioso y esos eran los síntomas del “quiero esa pija yaaaaaaa, con urgencia!!!. No me puedo resistir a una pija ofrecida de tan buenas maneras...
Pero me contuve y le dije con calma, que no sé de dónde sa-qué:
—Y yo quiero jugar con este regalote que guarda este paque-tazo.
A él se le iluminó del todo la cara, se puso feliz como un niño. Y a mí me cautivaba, además de su interesante paquete, aque-lla mirada de grandote buenote. No sé, no es solo sexo, es la dulzura con que se lo acompaña lo que me arrebata. Me gustan los hombres grandotes pero buenos y tiernos. Son tan difíciles de encontrar...
El hombre era muy corpulento, vestía una camisa y pantalones sport. El género de su pantalón era delgado y la erección era evidente a un kilómetro.
—¡Calma, calma! Acá nada. Y además tengo una fantasía con Ud. —le dije pícaramente.
—¿Cuál?
—Quiero que me coja bien Papá Nöel y Ud. es su vivo retrato.
El se rió con una ternura que me derretí del todo.
—¡Y tengo en mi casa un traje...! ¿Lo podrás creer? ¿Vamos allá?
—No. —me hice la mariquita bruja —nos vamos a un hotel alojamiento.
—¿No confias en mí? Vivo solo, soy viudo y mis hijos son in-dependientes.
Hice una cara de duda y él se apuró:
—Está bien está bien, como quieras. Lo haremos en un hotel alojamiento y después cuando consiga tu confianza será en mi casa. ¿Eh? Pero aceptás que vayamos con mi coche?
—Sí. —contesté.
Y bajamos a la cochera. Mi Papá Nöel no tenía un trineo con renos, pero sí un coche nuevo y de los caros, muy bonito.
¿Les abrevio la historia?
Mientras viajabamos en el auto, le aclaré firmemente:
—En la cama soy pasivo, vale como si estuvieras con una mu-jer convencional.
—Es lo que quiero, me gustan las nenas en cuerpo de chicos como vos. Siempre me excitaron mucho, más que las mujeres como vos decís “convencionales”.
—Pues, me alegro inmensamente. No quiero que esperes que te haga cosas que...
—No, me expliques, entiendo bien. No quiero una pija en mi culo ni chuparme una, soy totalmente macho activo, quiero que me la chupen bien y cogerme un culito delicado como el tuyo.
Sentí que entraba en ebullición, me lo comería a besos y por eso le dije:
—Obviemos lo del hotel alojamiento. Lo hacemos en tu casa.
Pasamos a su casa, regio piso en una zona exclusiva. Y yo, mariquita pobre en mi departamento sencillo, pero como buen departamento de afeminado, coqueto y lleno de detalles de buen gusto, entendí que aquél era un hombre sin malas inten-ciones, más bien yo podía constituirle un “compromiso”. Pero cuestiones materiales no nos interesaban definitivamente...

Armamos la “fiesta Navideña”. El pasó a su cuarto y al cabo del tiempo correspondiente, apareció caracterizado y casi me infarto. Mi real “Papá Nöel, ¡mi fantasía hecha realidad!
La argollita se me electrizó de deseo, se me hinchó y sentí una calorada húmeda. Eso significa que estoy al máximo de la ex-citación. Mis ojos buscaron su entrepierna y allí seguía el pa-quetazo: una comba que levantaba el pantalón de Papá Nöel, por denajo de su panza notable.
Se incorporé del sofá y me arrojé a sus brazos como una nena inocente, perecto modelo de las “niñas buenas” de Louisa Al-cott de los libros viejos. El era aun más alto que yo, que mido uno setenta y cinco, quizá alcanzara el metro noventa. ¡Mi dulce Papá Nöel! El me sostuvo en un abrazo no menos tierno y dulce y estalló su pasión cuando buscó mi boca y me devoró. La disfruté con los ojos cerrados, entregándome por completo. ¡Placer, placer! Mis manos jugaban con caricias en esa espalda inmensa de gigante, adoro las espaldas anchas de los hombres, me hacen entrar en mayor excitación.
Enseguida, sin poder soportarlo más, me apoderé del paquete, de “mi regalo”. La erección era completa y presionaba el gé-nero como para hacer estallar las costuras. Decidí liberar esa pija urgida de placer. Me arrodillé y empecé la tarea que más adoro hacer: desprender la bragueta de los hombres. Lo hago despacio, aunque me esté muriendo de deseos y me retuerza toda por no poder contenerme ya...
Tenía cremallera, la bajé despacio. Descubrí el blanco de unos boxer amplios. Mis dedos expertos hurgaron, hallaron el agu-jero y con la ayuda de un dedo ayudé a saltar, mejor dicho, a desbordar fuera, esa masa latiente y caliente. Una pija monu-mental, como a mí me enloquecen: medianamente larga, pero muy gruesa, carnosa, sedosa, de esas que el bálano queda al descubierto sin ayuda y está roja de congestión y fiebre sexual. La pija latía de deseo. Tenía una forma un poco curva y pese a la erección caía con el peso de su volumen.
Pero hay un detalle más: no soporto un minuto sino “descu-bro” los huevos, todo hace al conjunto para mí. Y estos eran huevos de toro. Entonces él tenía razón y podía decir como di-jo que “estaba en celo como un toro”.
Jugué con aquella verga de sueño de todos los modos: besos, lengüetazos, chupones suaves y más intensos. Me lo introduje todo entero. ¡Y ese aroma a masculinidad! Es algo que com-pleta por embriagarme y dejarme en éxtasis de calentura como una perra en celo. Me transfiguro, enloquezco de placer. Mi rosquita pedía a gritos ser penetrada...
Y mi “Papá Nöel” pareció adivinar mi deseo.
—¿Me entregás tu colita? —me rogó con un tonito de ternura y ruego.
—¡Sí, papito! Es para vos...
Como es mi costumbre y no hay concesión en eso: cuando me encamo, no me desvisto del todo. Digamos que descubro SO-LO lo que ofrezco a mi macho, ciertas partes se quedan “ocul-tas”. Cola, tetitas al aire, para ser disfrutadas, otras “regiones corporales” no.
Papá Nöel aceptó mis condiciones. De no haberlo hecho, allí se quedaría con la pija dura a medio chupar, y los huevos al aire y yo, aunque muerta de ganas, saldría sin más a la calle. Conmigo no hay concesión, bien lo repito.
Y se vino una maratón de disfrute para mi culito sediento. Es-taba mi rosquita tan congestionada y caliente que se desborda-ba como una rosca de levadura, el esfínter dilatado y latiente. Solo le apliqué un poco de saliva para lubricarlo más y ¡voilá!
Me llevó entre besos desesperados, alzándome finalmente has-ta su alcoba de viudo ardoroso. La enorme y mullidísima cama me recibió de espaldas.
—¿Cuantos años tiene mi Papá Nöel? —alcancé a preguntarle.
—Sesenta y cuatro.
Adorable semental, macho maduro, porque muero por los hombres mayores...
El me elevó las piernas, observó dos segundos mi colita abier-ta, supongo que al verla depilada y la argollita hinchada y roji-ta, se transfiguró y en un arrebato, se lanzó a comérmela con besos y su lengua me hizo gemir, gemir y dejarme sin fuer-zas...
—¡Basta, basta! —Le repetía con lo que me quedaba de fuerza para hablar.
El se sació y con la misma mirada de enajenado de deseo, más arrebatado aún, se incorporó, levantó mis caderas en un mo-vimiento experto, se puso de rodillas y al segundo, la enorme y roja cabezota de su verga tomó contacto con mi argollita. Fue un choque eléctrico, me sacudió un repeluzno de deseo, la sentí ingresar a mi cuerpo, despacio, despacio, apenas un do-lorcito delicioso hasta que hizo tope y sentí los pesados testí-culos rozando mi “huesito dulce”.
El gimió de placer. Cerró los ojos, arqueó la espalda, respiró hondo. Yo supongo que la calentura era tan grande que sintió que el roce de la penetración lo haría eyacular y él deseaba mantener el placer por mucho rato.
Pero comenzó finalmente el embate de su macizo cuerpo de oso. La pija entraba y salía de mi cuerpo y yo sentía el cielo en mis entrañas.
Y las tandas de besos y las palabras de alta estimulación sexual que sabía decirme y ese afán por verme gozar primero a mí, me halagaron tanto que pensé que moriría de placer...
Aumentó el bombeo. Su pija se adaptaba a mi culo tan perfec-tamente que era imposible pedir mayor armonía y complemen-tariedad. ¡Gracias a Dios que nuestros culitos provocan tanto placer en los hombres!
No quiso cambiar de postura. Gemía, gruñía, me devoraba la boca, y los pezones, me cubría esa masa pesada y cálida. Me embriagaba su olor de macho maduro...
Se tomó su buen tiempo cogiéndome con moderada velocidad, sabía lo que hacía, así hasta verme entrar en una especie de arrobamiento. Entonces empezó a acelerar su bombeo, más, más, hasta que empecé a contonearme como una serpiente tra-tando de huir, de pedir ¡basta! y no podía articular palabra, moría, moría...
El llegó al máximo y yo no sentía más mi cuerpo, flotaba. Pero cuando empezó a eyacular toda aquella leche, el éxtasis de placer aún subió un peldaño más.
Era un maestro amante. Cuando se venía, sacó de mi interior su verga y solo apoyó, apenas rozando su bálano en el borde de mi dilatado esfínter. Sus dos primeros chorros de semen ca-liente los descargó allí, diría en la “entrada”, los sentí con de-licia; pero en un golpe seco la volvió a introducir toda entera y terminar entre espasmos y gemidos de agonía su descarga. La leche que guardaba en esos testículos enormes era casi insóli-ta. Me hizo rebozar con aquel liquido viscoso, caliente blanco perlado, que es néctar para mi culo sediento...
Yo supongo estuve unos segundos ausente en un desvaneci-miento dulce y cercano al Nirvana. No recuerdo bien hasta que tomé conciencia y me sentí entre sus brazos, acostados frente a frente y su verga aun metida en mi cuerpo. No nos queríamos despegar.
Me colmó de caricias, de halagos, de mimos. Nadie me trató con semejante dulzura y consideración. Tampoco nadie fue tan considerado con mis “condiciones” y tan experto amante. Mi Papá Nöel.
Descansamos algo y repetimos varias sesiones de sexo hasta quedar tan saciados que solo queríamos quedarnos en la cama abrazados y acariciándonos.
Entre tanto, me decía para mis adentros, una y otra vez: ¡Dios, cogí con Papá Nöel y no es un sueño! ¡Papá Nöel existe y es mío, mío!

Lisy Le Trôle
lisy55@yahoo.com.ar

Lisy baja a verte

Lisy baja a verte

Lisy huye acosada por una poronga!

Lisy huye acosada por una poronga!
Corro a buscar el gel lubricante y vuelvo!!!